«La vida de otra manera»

Andaba yo buscando infructuosamente una forma de nombrar lo que empezará para los ciudadanos de la CAV a partir de mañana. No me servían por pedantes o imprecisas ni “Nueva normalidad” ni “Post-pandemia” ni “normalidad” a secas. A punto de abandonar la empresa, escuché de refilón al portavoz del Gobierno vasco, Bingen Zupiria, hablar de “La vida de otra manera” y pensé que eso era lo más aproximado para definir el tiempo que estrenamos dentro de unas horas. Con el fin de las principales restricciones y el decaimiento del decreto de emergencia sanitaria reconquistaremos una parte de nuestra existencia anterior a la irrupción del virus. Volveremos a disfrutar de un pintxo y una caña en la barra, podremos juntarnos sin límite alrededor de una mesa —con la mascarilla todavía, ojo— y no tendremos que mirar el reloj para entrar en según qué locales. Sin ánimo de ser cenizo, haremos bien, sin embargo, en tener muy presente que la pandemia todavía no ha terminado y que sigue habiendo motivos para ser prudentes. Este es el minuto en que la ciencia no tiene claro, por ejemplo, si será necesario volver a vacunarnos o si tendremos que hacerlo con cierta periodicidad.

Más allá de eso, me atrevo a pedir que no seamos tan olvidadizos como de costumbre. Por más prisa que tengamos en dejar atrás la pesadilla, nos haremos un flaco favor si no extraemos las lecciones oportunas, que son unas cuantas. Sin regodearnos, sin permitir que el miedo nos paralice, es preciso que hagamos lo posible por mantener la memoria de lo que hemos vivido desde marzo de 2020. Se lo debemos a los millones de personas que se han quedado en el camino.

Aquellos años grises

En medio de la repetición ritual del día de la marmota política y naderías por el estilo, te golpea una noticia de las que de verdad te hacen distinguir el trigo de la paja. Ha muerto un tipo, año arriba o abajo, de tu edad. Y no uno cualquiera con el que te cruzabas de vez en cuando o que te sonaba vagamente. Qué va, se trata de alguien que, sin ser exactamente un amigo o un conocido cercano, forma parte de tu currículum vital, sentimental y profesional. Una persona, por demás, que en tu disco duro se representa como eternamente joven.

Da igual que no hace demasiado hubiera visto imágenes de Iñigo Muguruza con los rastros evidentes de la cabrona enfermedad que se lo ha llevado. En mi cabeza siempre se aparecía casi con cara de niño, guitarra en ristre y, qué curioso, en blanco y negro, supongo que en consonancia con aquellos días grises que vivimos peligrosa e inconscientemente. O bueno, a lo mejor no tanto, que algo me dice que la nostalgia es una lupa de aumento o, casi peor, uno de esos espejos deformantes de las ferias de antaño. De hecho, bastante de lo que se está diciendo y escribiendo a raíz de la muerte del Iñigo me suena un tanto a cantar de gesta exagerado. Y. ¡ojo!, no por él, sino por la época —unos años guarros de plomo, paro, caballo y pelotazos en varias acepciones de la palabra— y, especialmente, por los autores de los ditirambos. De pronto, un fulano con Audi A8, segunda residencia en Jaca y reserva quincenal en un tres estrellas Michelín te cuenta que él también dio patadas al aire al ritmo de Sarri-Sarri. Al escucharlo, sientes el peso de treinta y pico calendarios. DEP, Iñigo Muguruza.

El gorro de Iñaki

Los que opinamos casi todos los días sobre esto, lo otro o lo de más allá recibimos ayer en las páginas de Deia una lección demoledora sobre lo urgente y lo importante. [Enlace roto.] nos sacó de la bulliciosa actualidad para devolvernos después a ella con la capacidad para mirarla de otra manera. Esos asuntos de los que peroramos con mejor o peor fortuna tienen, qué duda cabe, su relieve y su transcendencia, pero adquieren una dimensión diferente, la de la escala humana, al lado de cuestiones verdaderamente fundamentales como la que nos puso Iñaki frente los ojos.
Su texto emocionante e intuyo que emocionado nos narraba cómo hace dieciocho años, en su primera sesión de quimioterapia, el significado de la palabra “cáncer” impactó contra él e invadió de lleno su cuerpo, donde ya anidaba desde tiempo atrás la enfermedad. Cualquiera que haya pasado por lo mismo o tenga casos cercanos (me temo que no hay una sola excepción) se reconocerá en ese relato que parte del shock y continúa en la determinación firme de hacer frente a lo que venga por más que se sea incapaz de imaginar lo que será.
Y eso es sólo el principio. La batalla de verdad es el día a día, el hora a hora, el minuto a minuto en que se debe asumir el tono amarillento de la piel, la pérdida de pelo o una voz que ha dejado de ser la tuya. Todo ello, mientras se reservan fuerzas para intentar que los que te quieren no se derrumben antes que tú —aita, no te quites el gorro, por favor— y se sigue apostando por que después de mañana llegue pasado mañana.
Iñaki lo consiguió. Fue atravesando el calendario hasta que un día dejó de ser necesario cubrirse la cabeza para no preocupar a su hijo. Ayer, al cumplir su segunda mayoría de edad, fue él quien nos hizo el regalo de contarnos su experiencia. En el mismo paquete venían unas gafas para enfocar la realidad de otra manera. Eskerrik asko.