Hala, pues ya estamos de nuevo enfiladitos hacia otra fiestadelademocracia (léase de corrido) que habrá de depararnos el coche, la Ruperta, el apartamento en Torrevieja, la vaca o lo que toque, como en el viejo 1, 2, 3, responda otra vez que tantas veces utilizo como metáfora. Bonitos quince días de campaña nos aguardan, teniendo en cuenta el menú de sapos y culebras que han precedido al que todavía se mantiene —menuda hipocresía— como periodo oficial para pedir el voto de la ciudadanía.
Resulta paradójico pensar que para muchas de las personas más cabales, asistir al navajeo vacío de contenido puede ser una invitación a la abstención. Y eso sí es peligroso. Lo es ante cualquier consulta con las urnas, pero más ante una en la que parece que está en juego algo más que en otras. Ahí queda, sin ir muy lejos, el precedente andaluz. Espero con toda mi alma no ver el 29 de abril manifestaciones como las que en la Bética y la Penibética siguieron a la victoria que sumaban las tres derechas.
Votar es, por lo tanto, la mejor forma de no tener que recurrir al berrinche. La otra cuestión es escoger la papeleta correcta. Lógicamente, esa parte se la dejo a ustedes, aunque sí me permito recordar que en la caprichosa aritmética electoral, no todos los sufragios se cuentan igual. Los hay —y ojalá no tengamos que lamentarlo en Navarra— que se van por el desagüe de los porcentajes mínimos, la ley D’Hondt y me llevo una. Y no acaba ahí la perversión de las matemáticas. Una vez convertidos los votos en escaños, los habrá que sirvan para sumar o para restar, como comprobamos en la moción de censura a Rajoy o en los presupuestos.