Es humanamente comprensible y nada censurable que los trabajadores de La Naval exijan que el Gobierno vasco (o el español o el del Vaticano) rescaten el astillero con un pastizal público. Lo que no es de recibo es que lo hagan, impostando cabreo, representantes políticos que saben perfectamente que tal operación es del todo imposible. Y casi peor si no lo saben, lo que tampoco es descartable, dada la ignorancia enciclopédica acreditada por ciertos fans de los Simpson y otros voceros que creen que para conseguir lo que sea basta cerrar los ojos, desearlo muy fuerte y exigirlo amenazando con enfurruñarse mucho si no se satisfacen sus demandas.
Algún día superaremos este infantilismo reivindicador, pero en tanto lo hacemos, no queda otra que explicar con paciencia de profeta bíblico que al primer céntimo público que le cayera a la compañía, Europa saltaría al cuello y donde teníamos un problemón, tendríamos dos. Eso, por no hablar de las condiciones de la privatización que, como se ha repetido también hasta la saciedad, ponen en sánscrito cualquier intento de salvar la firma a cargo del presupuesto.
Y aquí es donde viene el definitivo baño de realidad. Porque una vez aclarado que no se puede, cabe preguntarse si se debe emplear paletadas de dinero de todos (la cifra sería estratosférica, además) para reflotar una firma que lleva tres decenios largos demostrando que es inviable por cuestiones puramente estructurales. Pregunten a los miles de trabajadores de las subcontratas, las sub-subcontratas, o las sub-sub-subcontratas, grandes olvidados y a la postre, verdaderos paganos de esta tragedia radiotelegrafiada.