Unos cien, sobre doscientos, alrededor de trescientos, cerca de cuatrocientos. En Bangladesh los muertos se cuentan a ojo y se lamentan de oído con mantras, cantinelas y letanías que sirven igual para monzones, epidemias o, como ha sido el caso, establos para semiesclavos que se vienen abajo. Tiene su mérito que, pese a la frecuencia con que ocurre, seamos capaces de hacernos siempre de nuevas en la inevitable carrera de la denuncia indignada. Benditos compartimentos estancos de la conciencia, que nos permiten una suerte de compromiso intermitente sin riesgo de conflicto con nuestras actitudes contantes y sonantes.
Lo bueno de estas tragedias es que es tremendamente sencillo identificar a sus culpables, esos pérfidos emporios neocolonialistas que practican sin un temblor la explotación a miles de kilómetros. “¡Que se sepan sus nombres!”, clamamos con (efímera) rabia de fiscales justicieros, pasando por alto que podríamos instruir ese proceso tan solo echando una ojeada al contenido de nuestro armario. Pero, claro, nacimos angelicales e inocentes, con una absolución ad eternum válida para acciones u omisiones. ¿Cómo vamos a ser malos, si hay otros mucho más malos que nosotros, esos demonios que nos tientan con su chollos irresistibles colgados de perchas que son la versión moderna del Árbol del Conocimiento? ¿Quién va a ceder frente a unas deportivas de cien euros rebajadas a la mitad? Además, ¿no lo hace todo el mundo? ¿Qué garantías hay de que mi humilde frustración o mi abnegada renuncia vayan a servir para acabar con las desigualdades y las injusticias? Y así, hasta dos millones de preguntas dispensatorias que se resumen en una única idea: lo que falla es el sistema.
Luego, calzados y vestidos a la moda low o no tan low cost e impermeabilizados contra la incómoda sensación de complicidad, dictamos sentencia condenatoria mientras echamos el ojo a la próxima ganga made in Bangladesh.