Lo llamaré ‘lo del viernes’. No porque no se me ocurran formas mejores de etiquetarlo. Simplemente, me quedo con la más neutra y, salvo que ustedes me sorprendan, con la que resulta irrebatible. Todo lo que tenemos de cierto respecto a la cuestión es que ocurrió un viernes. El resto está sujeto a la interpretación y es altamente opinable. A tal punto, que las versiones oscilan entre la releche y la renada. Ese es, de hecho, el fenómeno que inspira estas líneas y donde diría que se esconde la madre del cordero. Que algo tan clamorosamente evidente como lo que sucedió ante nuestros ojos, oídos y entendederas dé lugar a lecturas no ya distintas, sino antagónicas, merece una reflexión. Una que no estamos dispuestos a hacer justamente por el mismo motivo que provoca que sumando dos y dos, a unos les salga cinco y a otros tres.
Sería grave que eso fuera así porque andamos peces con las matemáticas, pero tendría remedio a fuerza de echarle codos. Lo que no hay manera de arreglar es que la diferencia de resultados se explique por la obstinación en ver lo que nos sale de las narices. Ustedes, yo, el de la moto, la del descapotable y cualquiera que prestara una gota de atención somos perfectamente conscientes de que ‘lo del viernes’ sumaba cuatro. Quizá en otras ocasiones cabían dudas o había margen para la discusión de matices, pero en esta, todos y cada uno de los ingredientes hacían imposible la discrepancia. En el salón Imperial del Carlton y en el vídeo emitido por la BBC no había más cera que la que ardía. Sabrá cada quién por qué ha decidido tirar, como de costumbre, por la calle del autoengaño.