Abdicación

A la monarquía no le encuentro mayor uso que ser materia prima para chistes, cuentos infantiles y revistas del colorín. Tomársela más en serio conduce a la melancolía, cuando no a la ira y al envenenamiento de la sangre. Como muchos, celebraría su envío definitivo al desguace de la Historia, pero mientras llega ese día (que no sé yo), practico la limitación de daños y hasta soy capaz de entretenerme con sus venturas y, especialmente, sus desventuras, que de un tiempo a esta parte son casi todas.

Sigo también nada a disgusto las historietas menudas de la regia condición, como el pase a la reserva de Beatriz de Holanda y los inevitables paralelos con la borbonada ibérica que se han dejado caer. Con indisimulable sofoco, los papeles cortesanos —que igualmente son casi todos, incluidos los de muy cerca— se han apresurado a aclarar que los parecidos empiezan y terminan en las edades de los protagonistas y en el hecho de que ambos sucesores están desposados con plebeyas, término todavía al uso en estas rancias esferas. De risa floja, leer a modo de excusatio non petita en la portada de un vetusto diario que la jubilación de la soberana del país de los tulipanes y los coffe shops sigue “la tradición holandesa”. Ojito con las tradiciones, que en la dinastía zarzuelera podría considerarse tal que los hijos le bailen el trono a los padres por la jeró. Lo hizo Fernando VII con Carlos IV y, con la inestimable ayuda de Franco, el propio Juan Carlos le endiñó la trece-catorce a su viejo, que se fue al pudridero del Escorial sin haber catado la corona y seguramente acordándose del mal día en que engendró al rapaz que se saltó el escalafón.

Ya digo que ni me quita el sueño ni me da más lo que ocurra con los Capetos de este lado de los Pirineos. Como pagano a escote de su tren de vida, solo les pido un poco más de espectáculo. Una abdicación, a lo neerlandés o a lo hispanistaní, no estaría mal… para empezar.