Barcenitas

Hay un censo que me urge, aunque me temo que las herramientas estadísticas no han avanzado aún lo suficiente como para acometerlo. Hablo del inventario de las buenas personas, las malas y, por supuesto, las categorías intermedias, que ya imagino que serán las más numerosas. Pero solo lo imagino, vuelvo a subrayar, del mismo modo que tengo que tirar de intuición y ojo de regular cubero para sacar mis propias cuentas a la espera de que lleguen las del Ine, el Eustat o quien se atreva a hacerlas. La cuestión es que mis cálculos no pueden ser más desalentadores: ganan de calle los hijoputas cum laude, seguidos por los cabroncetes que entrenan a diario y demás tropa malnacida. En el farolillo rojo y con cuatro o cinco vueltas perdidas, encontramos a las gentes de bien y a las que conservan ciertos escrúpulos morales. Aunque a veces mi pesimismo indómito me lleva a pensar que esta especie se ha extinguido de la faz de la tierra, por fortuna, subsisten unos miles de ejemplares que hacen más soportable la vida en la ciénaga y que permiten que la esperanza moribunda no se rinda. Ya digo, sin embargo, que de acuerdo con mis sumas y mis restas, su número es anecdótico al lado de la ralea que parece estar en plena explosión demográfica: la de los barcenitas.

Tal término, recién acuñado por servidor, puede tomarse como diminutivo o en el sentido de miembros de una secta. Por un lado, serían versiones a escala del tipejo al que deben su nombre y por otro, seguidores fanáticos —incluso sin sospecharlo— del engominado extesorero del PP. Tanto da. Lo terrible es que los hay a patadas. No tienen cuentas en Suiza ni esquían en Canadá; de hecho, los bolsillos de los más están como la mojama. Sin embargo, comparten con su modelo lo fundamental: la convicción total de que les asiste el derecho a hacer lo que les salga de la entrepierna. Y si alguien se lo afea, peineta al canto. ¿A que conocen a más de uno?