Celebro hasta el atragantamiento de risa la mala sangre que gasta el facherío patrio tras la presentación del anteproyecto de la ley de Memoria Democrática. Sus lacrimógenos graznidos me suenan a música celestial, al tiempo que me confirman (como si lo necesitase) que padecemos una plaga de cabras que tiran al ultramonte, por más que vayan disfrazadas de constitucionalistas fetén. En cuanto rascas con una moneda de cinco céntimos, los aleccionadores de la tribu en materia de libertades fundamentales se revelan como jaleadores del bajito de Ferrol y sus mil y una villanías. Ahí se jodan.
Anotado lo anterior, dejo constancia aquí de mi estratosférico escepticismo ante la enésima cortina de humo parida por el siniestro gabinete de engaños y embelecos del (falso) doctor Sánchez. Siento decirlo, pero el tufo a brindis al sol es insoportable. De entrada, ese nombre gilipollas que le han puesto a la cosa nos pone sobre aviso de la intención de enseñarnos un pajarito para tenernos distraídos a tirios y troyanos, es decir, a partidarios de la revisión crítica del pasado y a los que echan las muelas ante eso mismo. Lo que se nos promete ya estaba contemplado hace un decenio en otra ley, la de Rodríguez Zapatero, cuyos primeros incumplidores fueron los que la promulgaron. En dos palabras, menos lobos.