Parece que se acaba la leyenda de la baraka, o más castizamente, de la flor en el culo de Esperanza Aguirre. Después de salir ilesa de un hostiazo de helicóptero y de una mascare terrorista en Bombay, y de haberse ido de rositas de los quintales de casos judiciales contra su partido, por fin un magistrado la cita como imputada. En octubre, en lo que se diría un adelanto de San Martín, la otrora llamada lideresa deberá declarar en compañía de su delfina fallida, Cristina Cifuentes, y de otros cuarenta presuntos mangantes en el sumario del caso Púnica. Y, parafraseando al jubilado Rajoy, no es cosa menor sino muy mayor la acusación que le hace el instructor. Negro sobre blanco, se le atribuye la organización y supervisión de la caja b del PP madrileño para financiar unas campañas electorales “dirigidas fundamentalmente a fortalecer y vigorizar su figura política y consolidarla como presidenta de la Comunidad de Madrid”. Fin de la cita, diría el arriba mentado Mariano.
Genio y figura hasta más allá de la sepultura política en la que ya descansa desde hace un tiempo, la doña proclama que acudirá al juzgado “con mucho gusto” para defender su (¡ja!) inocencia. Entretanto, sus vástagos políticos que ahora ocupan la cúpula gaviotil o el mismo gobierno gafado —¡todos imputados, desde Gallardón!— que presidió ella ya la han convertido en “esa señora de la que usted me habla”. O en algo peor. Cuenta La Razón, uno de los órganos oficiosos de Génova, que en el núcleo duro del PP se ha llegado a calificar a Aguirre y Cifuentes como “dos cadáveres políticos que siguen lastrando la imagen del PP”. Más palomitas, por favor.