Cifuentes canta

Ya tardan Netflix, HBO o la productora de José Luis Moreno en rodar una serie basada en el celérico auge y la vertiginosa caída de Cristina Cifuentes. Y no crean que les saldría caro el invento. Podrían ahorrarse, como poco, los guionistas y la protagonista, porque ella misma se basta y se sobra para interpretarse y escribirse los diálogos más lisérgicos. Lo demostró ayer frente a las cámaras de Telecinco, que haciendo honor a su alcanforado lema de la época de las mamachichos —la cadena amiga—, invitó a la recién imputada de la Púnica a una sesión de desfogue y liberación biliar.

Como era obvio, había ganas de vendetta. Calculen ustedes la mala sangre que habrá acumulado la doña en los 16 meses que han pasado desde su abochornante renuncia tras la difusión del vídeo de las cremas afanadas en un híper. Así que la doliente y dolida Cifuentes entró con todo contra sus todavía compañeros de militancia, que no por nada hablan de ella como cadáver político que lastra el partido. “Mi calvario judicial es producto del fuego amigo”, repitió en varias versiones con leves modificaciones. Su descarnada acusación es que desde que alguien la señaló como recambio de Rajoy, las manos negras de Génova se confabularon con las cloacas del estado para buscarle la ruina.

Lo cierto es que, más allá de la sobreactuación y de la tardanza en la denuncia, sus dardos verbales suenan bastante verosímiles. Es lo que cualquiera que sume dos y dos y conozca los usos y costumbres de la casa imagina que ocurrió. Pero eso no la libra de culpa ni explica los episodios de sus másteres de pega ni su patética resistencia antes de dimitir.

Aguirre, por fin

Parece que se acaba la leyenda de la baraka, o más castizamente, de la flor en el culo de Esperanza Aguirre. Después de salir ilesa de un hostiazo de helicóptero y de una mascare terrorista en Bombay, y de haberse ido de rositas de los quintales de casos judiciales contra su partido, por fin un magistrado la cita como imputada. En octubre, en lo que se diría un adelanto de San Martín, la otrora llamada lideresa deberá declarar en compañía de su delfina fallida, Cristina Cifuentes, y de otros cuarenta presuntos mangantes en el sumario del caso Púnica. Y, parafraseando al jubilado Rajoy, no es cosa menor sino muy mayor la acusación que le hace el instructor. Negro sobre blanco, se le atribuye la organización y supervisión de la caja b del PP madrileño para financiar unas campañas electorales “dirigidas fundamentalmente a fortalecer y vigorizar su figura política y consolidarla como presidenta de la Comunidad de Madrid”. Fin de la cita, diría el arriba mentado Mariano.

Genio y figura hasta más allá de la sepultura política en la que ya descansa desde hace un tiempo, la doña proclama que acudirá al juzgado “con mucho gusto” para defender su (¡ja!) inocencia. Entretanto, sus vástagos políticos que ahora ocupan la cúpula gaviotil o el mismo gobierno gafado —¡todos imputados, desde Gallardón!— que presidió ella ya la han convertido en “esa señora de la que usted me habla”. O en algo peor. Cuenta La Razón, uno de los órganos oficiosos de Génova, que en el núcleo duro del PP se ha llegado a calificar a Aguirre y Cifuentes como “dos cadáveres políticos que siguen lastrando la imagen del PP”. Más palomitas, por favor.