La expresión que da título a estas líneas es de Julio Anguita. Se la he escuchado varias veces, pero la primera fue hace veintipico años en una curiosa entrevista que le hice a bordo del coche que lo trasladaba de un acto en el campus de Leioa de la UPV a otro que tenía en Bilbao. Favorecido por el tráfico denso y los caprichosos semáforos de la capital vizcaína, pude charlar con él largo y tendido sobre la querencia a la división de los partidos de izquierda. Querencia eterna e innata: las formaciones que pretendían cambiar el orden de las cosas surgieron ya demediadas y desde entonces no han parado de escindirse sucesivamente… y de pelear entre sí con más energía de la que entregan a derribar el sistema que tanto dicen deplorar.
Si los hados y las agendas lo permiten, esta noche en Gabon de Onda Vasca volveré a preguntarle al califa rojo por estos pleitos permanentes, y en especial, por el más reciente. Es probable que muchos de ustedes ni estén al corriente, porque estas reyertas son muy intensas en la marginalia que las protagoniza pero apenas trascienden más allá, hecho que en sí mismo debería darle qué pensar a alguno. La cuestión es que a una Izquierda Unida que, en parte gracias a la escabechina rajoyana y a la nulidad opositora del PSOE, se las empezaba a prometer electoralmente felices, le ha salido al encuentro su propio fantasma.
Curioso juego de paralelos, un día después de que en la diestra extrema se diera a conocer Vox, la siniestra irredenta asistió al alumbramiento de Podemos, bajo el liderazgo de Pablo Iglesias, fino politólogo, según dicen, pero sobre todo, eficacísimo polemista televisivo. En menos de lo que dura un intermedio de los mil programas en que participa, consiguió los avales necesarios para presentar una candidatura a las europeas. Bajo las siglas que sea, asegura, pero encabezada por él mismo, naturalmente. En la acera de enfrente, sonrisas complacidas.