Sin periodismo no hay democracia. Como frase, es resultona, no cabe duda. Lo alucinógeno es verla en pancartas que sujetan quienes no distinguirían ni el periodismo ni la democracia de una onza de chocolate. No se ofenda nadie: confieso que yo tampoco soy capaz de hacerlo. Cada vez menos, de hecho. Sobre la democracia, tengo la creciente impresión de que mi generación no la ha conocido y que designamos con tal nombre lo que no es sino una versión perfeccionada de la dictadura. En cuanto al periodismo, ahí sí que no me engaño: me consta que la inmensa mayoría de los que decimos ejercer tal oficio apenas somos trasegadores de noticias. Las llevamos de un sitio a otro, las servimos al detalle o a granel, añadiendo este o aquel aditivo y empaquetadas con nuestra etiqueta, que en realidad suele ser prestada, y no hay lugar para más misterio. Lo demás es marketing, hacer que hacemos, filigranas y cabriolas que nos van saliendo mejor a fuerza de repetirlas, diversidad simulada para que la clientela —o sea, ustedes, pero yo también cuando me quito el buzo— crea que es dueña de elegir entre un variadísimo surtido. ¡Ay, si descubriéramos lo singular que es la pluralidad!
Suena apocalíptico y fatalista, pero con el tiempo se va sobrellevando, y hasta se aprenden rudimentos para salirse del guion, siquiera por un rato, ¡pero qué rato! Sin embargo, hay ocasiones en las que la tramoya te revienta el alma. Me ocurrió el otro día, viendo la soflamilla que encabeza esta columna salmodiada con reiteración en una protesta contra el cierre de Canal 9. ¡Y la peña tragaba que era un primor! Se unía al coro que exigía que seiscientoseuristas y otros pardillos siguieran financiando a casi dos mil tipos con nominaza que acababan de confesar que durante 24 años habían estado mintiendo. Todo ello, en nombre de lo público, las señas propias de identidad, la democracia y el periodismo. Hay que jorobarse.