Quienes van peinando canas o abrillantando calvas recordarán lo que en su día —principios de los noventa— se llamó Caso Naseiro. Se trataba de una trama para la financiación irregular del Partido Popular. El fallecido Juan Mari Bandrés se dejó la piel para que el pestilente asunto llegara al Tribunal Supremo, lo que finalmente ocurrió… aunque no sirvió de nada. Se habían reunido decenas de evidencias, a cada cual más escandalosa. Entre ellas, por ejemplo, la célebre conversación telefónica en la que el entonces presidente de la Diputación de Valencia, Vicente Sanz, le decía a Eduardo Zaplana que estaba en política para forrarse y el otro le reía la gracia. Quedó palmariamente claro que hubo una riada de actos ilícitos. Sin embargo, los de la toga decretaron que algunas de las pruebas se habían obtenido irregularmente y archivaron el asunto. Lo más indignante fue que los acusados, que habían quedado retratados sin lugar a dudas, vendieron la moto de que la Justicia les había dado la razón.
He traído aquí este asunto un tanto viejuno porque con su desenlace aprendí el mecanismo de este sonajero llamado Estado de Derecho para las cuestiones de corrupción política. El resumen de la lección es que da absolutamente igual el tamaño de la tropelía que se cometa. Aunque cante y huela en estéreo, siempre habrá un apartado del código penal, de la ley de tal o del reglamento de cual al que puedan acogerse los trapisondistas, que no sólo se van de rositas, sino que de propina, se hacen los ofendidos. Con la venia, o sea, la anuencia de jueces y fiscales, claro.
En esta línea, a cuenta de las primeras entregas del Cuñado-Gate, nos acabamos de enterar de que si se pufea a Hacienda menos de 120.000 euros anuales (a ver quién puede), no se incurre en fraude fiscal. Si te pillan —sólo si te pillan—, pagas la sanción, pero podrás gritarle al mundo que no has cometido ningún delito. Tan ricamente.