Prohibiciones

El otro día me descubrí a mi mismo abogando por una prohibición. Y no precisamente en la sobremesa de una cena ni en el marianito dominical. Fue nada menos que en la televisión pública vasca, concretamente, en El programa de Klaudio, ante unas cuantas miles de personas. Hablábamos de ese garito infecto de Gasteiz que había tenido la genial idea de organizar un concurso de culos de mujeres con 200 euros de premio para la ganadora. Traía de casa mi argumento habitual para situaciones como la planteada: mejor no dar ni media bola a este tipo de membrilladas que buscan, justamente, el autobombo por la cara. Creo que llegué a decirlo, pero obviamente, el razonamiento no sirve ni como parche para un debate así. La cuestión era qué hacer una vez que la competición estaba anunciada y se conocía incluso sobradamente.

En ese cara o cruz, ni lo dudé: “A riesgo de parecer retrógrado, creo que no hay más remedio que prohibir determinadas actividades, y esta es una de ellas”. Como la mayoría de mis compañeros en la mesa, me acogí a lo denigrante para las mujeres que resulta un espectáculo de ese pelo. Ante la evidente pregunta sobre quién decide lo que es o deja de ser denigrante, vinimos a coincidir en que eso es cosa de la mayoría de los representantes políticos de la sociedad. De hecho, tal concepción está presente en varias leyes, incluyendo la que se habría aplicado para impedir el evento.

Al llegar a mi casa tras el programa, vi el guasap de una amiga nada sospechosa de dejarse cosificar: “¿Quién eres tú para prohibirme que, si es mi voluntad, me presente a un concurso de culos?” Ahí les dejo el embolado.