Que me corrijan los que tienen más canas, pero no creo que en el inicio de las nueve legislaturas precedentes de las cortes españolas la consecución de un grupo parlamentario haya dado lugar a un pifostio similar al que nos está entreteniendo estos días. Aunque siempre ha habido un par de formaciones o tres que han reclamado no ser condenadas al cajón de sastre del grupo mixto, la cuestión se ha dilucidado sin la mitad de ruido mediático que está generando la demanda legítima de Amaiur. En no pocos casos, además, se han alcanzado soluciones que se parecían bastante a aceptar pulpo como animal de compañía.
El dichoso reglamento del Congreso que ahora se enarbola como si fuera la verdad revelada ha sido forzado a modo sin que nadie se rasgara las vestiduras. Los intereses cruzados y el hoy por ti y mañana por mi han pesado más que la letra y el espíritu del manual de instrucciones de la cámara. Si prestar —¿o sería alquilar?— diputados durante un tiempo no es un truco del almendruco que canta a kilómetros, que baje el Dios de los culiparlantes y lo vea. Permitido y bendecido eso, se debería dejar que los ujieres participasen en los debates y votasen.
No descartaría al ciento por ciento que un minuto antes de que comience la sesión de investidura se reconozca a los siete representantes de la izquierda abertzale lo que cualquiera con sentido común sabe que no se les puede negar. Veremos. Mientras, me quedo con un puñado de enseñanzas que podemos extraer de este psicodrama bufo al que asistimos. Para empezar, queda claro que el PP sigue jugando con media docena de barajas y cambiando en cuestión de segundos de poli bueno a poli y malo y viceversa. Deprimente, aunque sólo un poco menos que lo del PSOE, que tiene las narices de abstenerse (que es igual que votar no), para luego salir a ciscarse de su propia decisión como si le fuera ajena. Que se aclaren los unos y los otros.