Sin duda, el titular tenía gancho: “Desmantelada en Durango una trama de contrabando de maquinaria destinada al programa nuclear de Irán”. En una sola frase, las palabras desmantelada, trama, contrabando, nuclear e Irán, todas ellas con un profundo poder sugestivo para que el lector medio armase en su cabeza su propia película o, como poco, un capítulo de la segunda temporada de The Wire. Escuchas telefónicas, emails cifrados interceptados, tipos de tez morena y bigotillo negro paseando maletines en las inmediaciones de Tabira sin saber que los está fotografiando un agente del CNI disfrazado de cashero… y hasta plutonio camuflado en botes de leche en polvo embarcando en un container en el puerto de Bilbao. Buen trabajo del plumilla de la Hacienda española que redactó la nota sabiendo que, primero las agencias de prensa y después los periódicos, se limitarían —¡ay, la precariedad económica y la profesional!— a copiar y pegar. Faltaba en el texto el adverbio “presuntamente”, pero bueno, quién va echar de menos una nimiedad tan superflua. En contrapartida, abundancia de pelos y señales sobre la empresa acusada (ni ese verbo se empleaba) de tener apaños turbios con el maligno Ahmadineyad.
Ahí viene la segunda parte, más enjundiosa si cabe que lo de las licencias narrativas, porque directamente entra en el terreno de la arbitrariedad y la hipocresía de la llamada legalidad internacional. Los tratos comerciales son un delito del quince según con quién se establezcan. Si se venden unos molinillos a Irán para que el cliente disponga de ellos como tenga a bien o, ejem, a mal, estamos ante una fechoría tremebunda. Ahora bien, si se suministran bombas, gases, rifles, carros de combate o cualquier cosa que mate a otros regímenes tan deleznables como el de Teherán o incluso a multinacionales del crimen de conveniencia, el asunto se queda en ejercicio de la sacrosanta libertad de mercado.