Hasta donde este humilde opinatero recordaba, nos gustaba entre poco y nada que se gobernara a golpe de decretazo. Cuando lo hacía Eme Punto Rajoy con harta y caprichosa frecuencia, nos sabía a cuerno quemado, y sacábamos del repertorio de atizar mil y un cagüentales. Sosteníamos entonces que tal proceder era pasarse la democracia por la sobaquera y suponía un intolerable insulto al sufrido pueblo llano, al sacrosanto sistema representativo, y me llevo una. Miren ustedes, sin embargo, que cuando lo ha hecho Pedro Sánchez con similar o mayor profusión y arbitrariedad que el de las barbas, lo tomábamos por un mal necesario. O qué canastos, por justa compensación de lo otro y muy legítima utilización de las herramientas reglamentarias en pos de un bien que la ciudadanía necesitaba como agua de mayo. Y como lo que iba al BOE sonaba a progre y molón, aquí paz y después, gloria.
Si todo lo descrito es prueba de una monumental caraja o, sin más miramientos, de una incoherencia del quince, qué decir del aplauso casi generalizado a la última virguería de los fontaneros de Moncloa. Seis decretos, seis, acaban de salir adelante, no ya en el Congreso de los Diputados, sino en la Diputación Permanente, que viene a ser un instrumento previsto para actuar en casos de excepcional urgencia. Por muy bien que nos parezca el contenido de lo aprobado, quitando el del plan de contingencia frente al Brexit, ninguno corría más prisa que otros asuntos como la derogación de determinados aspectos de la legislación laboral, que se han dejado para la próxima legislatura o cuando toque. Mi duda es si no lo vemos o si no queremos verlo.