Dicen que se ha abierto el melón del debate fiscal. Ojalá fuera cierto, pero lo que nos muestran los titulares y las informaciones que sostienen esa especie es el mismo ping-pong demagógico de siempre. De un lado, el mantra liberaloide según el cual bajar los impuestos es la única receta para crear riqueza y empleo. De otro, la letanía bermeja sustentada en el principio difuso “que paguen más los que más tienen”.
Los defensores de la primera martingala tienen un morro que se lo pisan. A ellos les llega de sobra para mandar a su Borjamari al Pijo’s College o, si les sale un uñero, para tratárselo en una clínica de cinco estrellas. Les importa una higa que haya quien no pueda pagarse un cuaderno o el Bisolvón. La mayoría cree en su fuero interno que los que están en esa tesitura es porque se lo han buscado y por eso no están dispuestos a rascarse la cartera. No les entra en la cabeza que el estado social no tiene nada que ver con la beneficencia. Por descontado, la única riqueza y el único empleo en el que piensan es en el suyo.
En cuanto a los que pretenden que la justicia redistributiva consiste en subir el tipo impositivo a las grandes fortunas, su pecado es la ingenuidad que les hace concebir tal propósito como posible. Si vamos a la normativa vigente, veremos que la progresividad que reclaman está ya contemplada. Se pueden apretar aun más las tuercas por la parte alta de la tabla, pero sería inútil porque los que manejan esos pastones se van a escapar exactamente igual que ahora.
Y no, no es necesariamente porque le peguen al fraude con fruición. Les basta echar mano de cuatro argucias perfectamente legales sobre el papel para apoquinar como un mileurista o, si tienen un asesor un poco vivo, todavía menos. Si el debate fiscal quiere serlo de verdad, tendrá que fijar su foco en el desmantelamiento de esa perversa ingeniería. Sólo así será posible que paguen más lo que más tienen.