Vuelvo de unas vacaciones de diez días disfrutadas a partes casi iguales en un pequeño pueblo que no sale en ninguna guía y en una gran capital turística. En ambos lugares y en los respectivos viajes de uno a otro más el de regreso a mi casa —dos mil kilómetros en total— me he encontrado con hordas de seres humanos de amplísimos bolsillos. Allá donde mirara, corrían con igual alegría las modestas rondas de vermú con tapa incorporada que las prohibitivas comandas de combinados alcohólicos acompañadas de generosas raciones de gambas o ibéricos. Y no era solo una cuestión del sector hostelero. Ante cada caja de cada local comercial abierto he visto interminables colas formadas por individuos que aguardaban a que les cobrasen, y no precisamente a precio de ganga, toda clase de quincallería de quinta, sexta o séptima necesidad. Teniéndome por un tipo austero por lo general, debo confesar que yo mismo he participado de esa ligereza de cartera con un levísimo, apenas imperceptible, sentimiento de culpa.
Mientras derrochaba y (sobre todo) contemplaba cómo derrochaban los demás, me rascaba la cabeza pensando en lo poco que se parecía el brutal espectáculo consumista que se desplegaba a mi alrededor con el paisaje lunar que me pintan una y otra vez en algunos medios y no digamos en las redes sociales. ¿Esta es la crisis sistémica, la antesala de la muerte inminente del modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí, los postreros estertores del malvado y alienante capitalismo antes de dar paso a un nuevo orden requetejusto y megaigualitario que lo flipas mazo? Joder, pues yo no lo diría. Pero quizá esté equivocado.