El Gobierno español no se va a mover. Primero, porque no tiene intención de hacerlo. Segundo y más importante, porque no tiene necesidad. Ninguna. Simplemente, las cosas le van bien como están o, enunciándolo de un modo un poco más cínico, no le van mal. Y esto debería haberlo previsto alguien porque tampoco era tan difícil sumar dos y dos. Bastaba recordar que incluso en los momentos más duros, ETA nunca representó un gravísimo problema para el Estado, estuviera su Ejecutivo en manos de quien estuviera. Se aparentaba que lo era en los discursos y, desde luego, en los medios, que convirtieron en (rentable) género la guerra del norte. Seguramente, no era plato de gusto acudir a funerales o saber que miles de personas vivían escoltadas. Sin embargo, las frías lógicas del poder, que no entienden de sentimentalismos ni de humanismos, maniobraron con despiadada pericia para hacer de la necesidad virtud. Al cabo resultó —y esto es algo que llevo repitiendo lustros— que la causa del unionismo español no tuvo aliado mejor que la existencia de la banda, cuyas acciones multiplicaban votos y, peor que eso, fueron coartada para una ristra de arbitrariedades sin cuento. Iniquidades como la ilegalización de Batasuna o el cierre de Egunkaria no solo no tuvieron la menor respuesta social fuera de Euskal Herria, sino que fueron recibidas con aplauso mayoritario.
Es de una candidez suprema pensar que justamente ahora, cuando todo lo que queda de ETA es tramoya simbólica, en Moncloa se va a actuar como no se actuó en los días del plomo. Al contrario, se seguirá agitando el espantajo de la bicha cual si aún supusiera una terrible amenaza. Y desde ya apuesto que ni el desarme ni la disolución cambiarán demasiado el planteamiento. Un columnista más avispado que el que suscribe terminaría proponiendo cómo variar tan desalentador panorama. Confieso humildemente y con tristeza que solo alcanzo a describirlo.