Madrid no se moverá

El Gobierno español no se va a mover. Primero, porque no tiene intención de hacerlo. Segundo y más importante, porque no tiene necesidad. Ninguna. Simplemente, las cosas le van bien como están o, enunciándolo de un modo un poco más cínico, no le van mal. Y esto debería haberlo previsto alguien porque tampoco era tan difícil sumar dos y dos. Bastaba recordar que incluso en los momentos más duros, ETA nunca representó un gravísimo problema para el Estado, estuviera su Ejecutivo en manos de quien estuviera. Se aparentaba que lo era en los discursos y, desde luego, en los medios, que convirtieron en (rentable) género la guerra del norte. Seguramente, no era plato de gusto acudir a funerales o saber que miles de personas vivían escoltadas. Sin embargo, las frías lógicas del poder, que no entienden de sentimentalismos ni de humanismos, maniobraron con despiadada pericia para hacer de la necesidad virtud. Al cabo resultó —y esto es algo que llevo repitiendo lustros— que la causa del unionismo español no tuvo aliado mejor que la existencia de la banda, cuyas acciones multiplicaban votos y, peor que eso, fueron coartada para una ristra de arbitrariedades sin cuento. Iniquidades como la ilegalización de Batasuna o el cierre de Egunkaria no solo no tuvieron la menor respuesta social fuera de Euskal Herria, sino que fueron recibidas con aplauso mayoritario.

Es de una candidez suprema pensar que justamente ahora, cuando todo lo que queda de ETA es tramoya simbólica, en Moncloa se va a actuar como no se actuó en los días del plomo. Al contrario, se seguirá agitando el espantajo de la bicha cual si aún supusiera una terrible amenaza. Y desde ya apuesto que ni el desarme ni la disolución cambiarán demasiado el planteamiento. Un columnista más avispado que el que suscribe terminaría proponiendo cómo variar tan desalentador panorama. Confieso humildemente y con tristeza que solo alcanzo a describirlo.

Prioridades

Es un chiste muy viejo. El del individuo que entra a una librería y le interpela al dependiente: “Oye, imbécil, ¿tienes un libro que se titula ‘Cómo hacer amigos’ o una chorrada por el estilo?”. La versión de la ETA crepuscular es un comunicado que dice no sé qué de una tal “reconciliación nacional”, al tiempo que farfulla sobre “el relato de los opresores” y se engorila afirmando que ni se le pasa por debajo del verduguillo “renegar de su trayectoria de lucha”. Mezclen en la Turmix las tres expresiones literales que he entrecomillado y les saldrá un potito infame. Mejor ni imaginar el engrudo que resultaría si añadiéramos las chopecientas demasías que salpican el resto de la extensa largada.

La buena noticia, que a lo peor solo es regular, es que a la inmensa mayoría de los hipotéticos destinatarios de la filípica le resbala toda esa verborrea de la que no llega a tener conocimiento. Únicamente los muy cafeteros nos castigamos las neuronas con esta clase de metílicos dialécticos. Lo hacemos un poco por vicio y otro poco por oficio. El resto de los mortales tienen asuntos más enjundiosos de los que ocuparse: el ERE que se les viene encima o les ha caído ya, las medicinas que necesitan y no saben si podrán pagar. O sin ponernos tan lúgubres, la marcha de su equipo en la liga, los vales de Deskontalia o encontrar un rato para arreglar esa cisterna del baño que gotea.

He escrito varias veces sobre esto, y aún habré de reincidir, me temo. No creo que sea insensibilidad ni piel de rinoceronte. Ocurre simplemente que el pueblo también es, el muy puñetero, soberano a la hora de hacerse una composición de lugar y de establecer sus prioridades. Y ahora mismo, salvo monumental error de diagnóstico del arriba firmante, entre ellas no se cuentan los relatos, los suelos éticos, los planes de paz, ni las ponencias. En el imaginario colectivo la disolución y el desarme ya se han producido.

Agonía de ETA

Me estoy haciendo tan cínico, que he abandonado la fila de los que hacen rogativas o exhortativas sobre, por y para la disolución de ETA. No diré que por mi como si se operan, pero viniendo de donde venimos, este barbecho prolongado y sin otra salida que la recalificación del solar se me antoja un mal menor de lo más llevadero. Incluso, dada mi cierta inclinación lírico-morbosa por los fenómenos crepusculares, le estoy encontrando su puntito a asistir desde butaca de patio a la patética y a la vez impúdica extinción de la bicha. Cualquiera con una gotita más de pundonor habría corrido la cortina del biombo para no dar tres cuartos de su agonía indecorosa al pregonero. Pero no; entre el exhibicionismo y el recato, la banda siempre ha optado por lo primero, igual cuando tenía la herramienta de matarile en perfecto estado de revista que en esta hora pre-póstuma donde las fuerzas le alcanzan justitas para autoplagiarse comunicados.

¿Que me fíe y no corra? Sí, ya sé que según se lean, algunas de las palabras de su última epístola a los filisteos —esa en la que se liaba con las agendas— pueden tomarse como un aviso a navegantes y mareantes. ETA amenazando, vaya sorpresa, ¿eh? Más bien, ninguna. En todo caso, la pereza de ver cómo vuelve la burra al trigo por enésima vez. Ya, ¿pero si no es al cereal dialéctico donde regresa, sino a las andadas que manchan el asfalto de sangre? Confieso que ni yo ni nadie nos atrevemos a descartarlo al ciento por ciento. Lo que no tengo tan claro, eso también lo digo, es a quién acojona más ahora mismo tal eventualidad. Ojalá no tengamos oportunidad de comprobarlo.

Más que ese retorno, que al fin y al cabo es hipotético, me preocupa una realidad contante y sonante que atisbo en derredor. En demasiadas conciencias y discursos las tres siglas siguen triunfando como comodín, asustaviejas o término para comparaciones odiosas. No se ha ido y ya la echan de menos.