Menuda birria de régimen, estructura, sistema o lo que sea, que se pone a hipar y temblequear porque una parte infinitesimal de la plebe se ha echado a la calle y una fracción aun menor da rienda suelta a sus garrulos instintos violentos. “Democracia amenazada, secuestrada, asaltada, violentada, mancillada”, se rasgan las túnicas con gesto entre digno y espantado los que viven en los apartamentos de lujo del edificio constitucional, ese búnker que tiene reservado el derecho de admisión. Si reaccionan así ante cuatro vistosos pero inofensivos episodios de pimpampum, ¿qué harían ante una revolución de verdad, con todos sus sacramentos?
De sobra saben que, si alguna vez lo hubo, ya pasó el riesgo de que ocurra algo así en estas latitudes. Por eso se entregan a la fantasía apocalíptica de convertir en insurrección popular lo que apenas llega a mínimo y justísimo pataleo de quienes están hasta las pelotas de palmar siempre en una timba que, en buena parte de los casos, ni han elegido jugar. Y si no tuvieran tanta querencia y tanto interés por la exageración, deberían estar agradecidos de que la cosa se vaya a quedar en un sucedido del que podrán fardar ante sus nietos. El Ismael Serrano del futuro cantará: “Abuelo, cuéntame otra vez ese cuento tan bonito de las piedras, los Mossos y los helicópteros llevándote al Parlament”.
Que no, que aquí no hay ninguna democracia en peligro y menos, en la acepción en que emplean tan polisémica palabra los que se la han quedado en propiedad. Muchos de ellos (no diré que todos, porque cualquier generalización es odiosa) llaman democracia al cómodo machito en el que se han subido. Es eso que permite que nulidades que no distinguen el IPC o el PIB de un chupachups cobren seis mil y pico euros al mes por apretar un botón. Ayer vi a uno así poniendo a caldo en un foro de internet a los que protestaban en la calle y me lancé al teclado a escribir esta columna.