Asisto con una ceja enarcada al debate sobre la vuelta a las aulas el próximo lunes de parte del alumnado de la demarcación autonómica. Como padre de uno de los chavales a los que les toca el regreso presencial, soy el primero no ya en comprender el recelo, sino en compartirlo. Por lo mismo, pero también porque tiendo a escuchar todos los argumentos antes de apostarme en la trinchera y disparar, me hago cargo de los muchos y diversos motivos por los que se considera inoportuna la medida. Hablo, insisto, de razonamientos, no de consignillas de a duro como esa letanía estomagante que ha hecho correr —con fortuna, reconozcámoslo— el equipo paramédico habitual: “Esto es para poder justificar las elecciones en julio, raca, raca, raca”.
Dejo para otro rato extenderme sobre esa mandanga que sirve para rotos y descosidos, y retomando la cuestión, anoto aquí lo que parece, más que una paradoja, una enorme contradicción o, incluso, una colosal muestra de hipocresía. Cualquiera que haya salido a la calle estos días en las franjas permitidas habrá sido testigo de la presencia masiva de cuadrillas de adolescentes de cuatro, seis, ocho y hasta quince integrantes haciendo exactamente lo mismo que antes de la pandemia. Y por tanto, arriesgándose a lo mismo por lo que no queremos que vuelvan a clase. ¿Entonces?