Los conmemoradores

Siento mucho ser la nota discordante, porque en estos casos tal vez proceda callarse y sumarse al cortejo, pero no puedo evitar dejar negro sobre blanco el áspero sabor de boca y el dolor de corazón que me ha quedado tras la conmemoración de los 75 años del horror de Gernika. No hablo de esos idiotas malnacidos que vuelven a la cantinela de los incendiarios rojoseparatistas ni de los chusqueros —hay tanto sargento Arensivia en el ejército español— que montan maniobras en Elgeta por joder. Ni siquiera de aquellos a los que su mala conciencia de complicidad retrospectiva (PP, UPyD) o su cobardía (PSE) les impide apoyar en el Parlamento vasco una inocua petición para que se reconozca, qué menos, el daño causado. A unos y a otros los daba por amortizados. Me han resultado bastante más ofensivos los que han querido hacer del aniversario un festejo o un trampolín de lucimiento.

La memoria convertida en espectáculo, moda de unos días o excusa para juegos florales de ególatras es más letal que la pura desmemoria. Casi prefiero el cruel olvido o, desde luego, la evocación de una minoría sincera —esos que siempre han estado ahí— que un recuerdo domesticado que apesta a Ambipur oficialista o a la colonia que mean los que esta semana nos han despachado sus plañidos presuntamente estéticos y ocurrentes. Conozco muy a mi pesar a cuatro o cinco de estos conmemoradores a mayor gloria propia y no tengo ni la menor duda de que, de haber vivido en 1937, se habrían presentado ante Mola o los gerifaltes de la Legión Cóndor con una larga lista de objetivos que destruir y molestos paisanos que apiolar. Patanes serviles del amo que sea, por salvar su culo, deshacerse de rivales y trepar en el escalafón, luego habrían corrido a contarle al mundo que los enemigos de Dios y de la Patria habían arrasado su propia villa santa. Hoy, macabra ironía, cubren la tragedia de melaza sentimentaloide. Qué asco.

Insurrección en la piscina

A un sargento del nobilísimo y valerosísimo ejército español le han metido un paquete por no respetar el escalafón. ¿Se saltó, tal vez, una orden de un teniente? ¿Dejó sin el saludo reglamentario a un comandante pecho-lata? Mucho más grave. El indisciplinado milico, de nombre Francisco Maceira Rodríguez -¡a sus órdenes!- y en situación de reserva, tenía la extravagancia de nadar a todo lo largo y a todo lo ancho de la piscina de un polideportivo de uso castrense de Ferrol, patria chica del glorioso Caudillo. Lo hacía, y ahí es donde se ha caído con todo el equipo, ignorando a conciencia la ordenanza interna de las instalaciones, que establece sin lugar a dudas que la primera de sus ocho calles es de disfrute exclusivo de almirantes, capitanes de navío y coronoles. De ahí para abajo, la tropa toda debe limitar sus ardores natatorios a lo que queda de la pileta, procurando no salpicar, miccionar en el medio líquido, ni hacerse aguadillas.

¿Cómo se distingue, yendo en bañador, a alguien que pertenece a una de las tres castas con permiso para ejercitarse en la calle uno de la soldadesca de menor graduación? También a mi me asalta la curiosidad, pero no lo aclara la circular, que sin embargo sí es expeditiva a la hora de señalar que los oficiales que se sientan invadidos por sus inferiores jerárquicos podrán solicitar al socorrista la ejecución de la norma. Esa es buena por partida doble. Por un lado, nos enteramos de que los bravos infantes de marina se bañan bajo vigilancia, no sea que se ahoguen y mengüen los efectivos de la armada hispana. Por otro, resulta que el auténtico mando en plaza -o sea, en piscina- lo tienen los custodios del local.

Crimen y castigo

Haciendo oídos sordos, como hemos dicho, a este peculiar reglamento bendecido por el ministerio español de Defensa, el insurrecto Maceira se explayaba a su gusto por la zona vedada y, de natural levantisco, no dudaba en meterse en trifulcas con quienes le superan en estrellas y galones cuando le recriminaban su actitud expansiva. Pero en una temporada no podrá volver a hacerlo. El jueves pasado recibió una carta firmada por el capitán de navío Saturnino Suanzes Edreira, a la sazón, jefe de las instalaciones deportivas (o sea, juez y parte), en la que se le comunicaba la prohibición de acceder a la alberca de la discordia en los próximos treinta días. Se puede dar con un canto en los dientes el sedicioso bañista. Llegamos a estar en tiempo de guerra, y lo fusilan al amanecer o, como poco, lo confinan en una celda de aislamiento.