Cuando ya no es posible disputarse los votos porque han sido contados y convertidos en escaños, comienza la entretenida (pero inane) contienda para adjudicarse los no-votos. Lo bueno que tiene para los que entran en liza —que, como veremos, son casi todos— es que en este caso no hay manera humana de sacar la cuenta oficial del trocito o trozazo que le corresponde a cada quien. Se sabe, sí, el global, porque es una resta simple entre el total del censo y los que han peregrinado a echar la papeleta en la urna. Todo lo demás es territorio abonado para especular con humo.
El domingo, por ejemplo, hubo en las autonómicas vascas un 36, 27% de abstención. Traducido a personas con ojos y nariz, dato que generalmente suele racanearse, eso nos da un montante de 643.851, oséase, 240.000 más que el partido que resultó ganador de los comicios. ¿Cómo resistir la tentación de abalanzarse sobre todo esa montaña de merengue desaprovechado? Los primeros que van de cabeza a por su pellizco son, faltaría más, los partidos perdedores. Menos de 150.000 no se atribuyen nunca. Quien no se consuela es porque no quiere. Eso, sin contar con que al refugiarse en esa excusa, en realidad están confesando que algo muy malo habrán hecho para poner de morros a una tercera parte de la parroquia.
También las formaciones ganadoras, que siempre quieren más, más y mucho más, entran la puja y dejan caer que con los que se han quedado en casa, habrían apañado un par de parlamentarios más. Pero nadie llega a tanto —y siento escribir esto porque muchos son de mi propia cuerda o alrededores— como los que ven la apuesta y la suben hasta la totalidad. Sin despeinarse concluyen que las elecciones las ha ganado la abstención. Mezclan a los que no han ido porque voluntariamente así lo han decidido con los que no lo han hecho por otro millón y medio de causas. Por pura pereza, por ejemplo. Eso es hacerse trampas en el solitario.