Siento mucho ser la nota discordante, porque en estos casos tal vez proceda callarse y sumarse al cortejo, pero no puedo evitar dejar negro sobre blanco el áspero sabor de boca y el dolor de corazón que me ha quedado tras la conmemoración de los 75 años del horror de Gernika. No hablo de esos idiotas malnacidos que vuelven a la cantinela de los incendiarios rojoseparatistas ni de los chusqueros —hay tanto sargento Arensivia en el ejército español— que montan maniobras en Elgeta por joder. Ni siquiera de aquellos a los que su mala conciencia de complicidad retrospectiva (PP, UPyD) o su cobardía (PSE) les impide apoyar en el Parlamento vasco una inocua petición para que se reconozca, qué menos, el daño causado. A unos y a otros los daba por amortizados. Me han resultado bastante más ofensivos los que han querido hacer del aniversario un festejo o un trampolín de lucimiento.
La memoria convertida en espectáculo, moda de unos días o excusa para juegos florales de ególatras es más letal que la pura desmemoria. Casi prefiero el cruel olvido o, desde luego, la evocación de una minoría sincera —esos que siempre han estado ahí— que un recuerdo domesticado que apesta a Ambipur oficialista o a la colonia que mean los que esta semana nos han despachado sus plañidos presuntamente estéticos y ocurrentes. Conozco muy a mi pesar a cuatro o cinco de estos conmemoradores a mayor gloria propia y no tengo ni la menor duda de que, de haber vivido en 1937, se habrían presentado ante Mola o los gerifaltes de la Legión Cóndor con una larga lista de objetivos que destruir y molestos paisanos que apiolar. Patanes serviles del amo que sea, por salvar su culo, deshacerse de rivales y trepar en el escalafón, luego habrían corrido a contarle al mundo que los enemigos de Dios y de la Patria habían arrasado su propia villa santa. Hoy, macabra ironía, cubren la tragedia de melaza sentimentaloide. Qué asco.