Estamos a diez minutos de que nos anuncien que Ibon Urrengoetxea fue el único culpable de su muerte por cometer la osadía de salir de fiesta y andar a deshoras provocando la ira de unas pobres víctimas de esta perversa sociedad. De momento, ya transitamos por la teoría de la fatalidad —qué infortunio, una mala caída, si es que no somos nada— en combinación con la del hecho aislado, comodín al que se apuntan con denuedo quienes prefieren el autocomplaciente despeje a córner antes que el incómodo reconocimiento de una realidad difícilmente contestable. Y claro, cualquiera que se desvíe un milímetro de la almibarada martingala oficialoide del mecachis en la mar, como me temo que va a ser mi caso, pasa por irresponsable incendiario social, generador de alarma innecesaria, inoportuno tocapelotas y, por resumir, fascista del copón.
Pues si ha de ser así, que sea, y luego, si queremos, mesémonos los cabellos y clamemos al cielo por la epidemia de populismo que nos asola. Tarde escarmentaremos de lo que no se ha querido hacer frente porque siempre es más fácil levantar el mentón y reñir a los ciudadanos o tratarlos de enfermos imaginarios que se quejan de menudencias como tener que pensárselo antes de circular por ciertos lugares.
No abonaré la tesis de la inseguridad desbocada de nuestras calles, porque objetivamente me parece una exageración. Sin embargo, me siento incapaz de negar que de un tiempo a esta parte se han sucedido los suficientes acontecimientos de similares características —por no decir calcadas— como para tomárselos en serio de una puñetera vez. Se me escapa por qué no se ha hecho ya.