Una de las razones por las que me hice periodista es la tremenda curiosidad que me despertaba lo que venía después del colorín-colorado de los cuentos infantiles. En mi precoz escepticismo, siempre sospeché que la parte de verdad interesante de esas historias empezaba, justamente, donde terminaba el relato canónico. Algo me decía que la vida conyugal de Blancanieves o Cenicienta con sus respectivos príncipes azules tenía mucha más miga que la fantasiosa precuela que había quedado impresa. El tiempo y el oficio me han demostrado, trasegando ya con hechos reales, que por bien que aparantemente se resuelvan, tarde o temprano a sus protagonistas felices se les atragantan -sigamos con el ripio- las perdices. Desde Gabino el de los catorce al profesor Neira, pasando por Ingrid Betancourt, es interminable la lista de los pasajeros de la felicidad que han acabado estrellados en el muro de la fama.
Pueden hacer sus apuestas. La mía es que los siguientes que van sin frenos directos al despeñadero de celebridades efímeras son los 33 mineros rescatados -por Dios en persona, según algunas versiones- del vientre de la mina de Atacama. Sorprende, en su caso, la celeridad con la que están pasando del gaseoso estado heroico a la plasmática condición de villanos, que al fin y al cabo es la más humana de todas. Aunque me emocioné tímidamente cuando supe que vivían y seguí con cierta atención su regreso a la superficie hasta que al sexto o séptimo empecé a sentirme Bill Murray en El día de la marmota, otra vez vuelvo a tener la impresión de que lo más noticioso arranca ahora.
Lo que nos hemos perdido
En esta ocasión, sin embargo, no me intriga tanto lo que pueda ocurrir en el futuro con los protagonistas del cuento de hadas. Llevamos vistas las suficientes ediciones de Gran Hermano u Operación Triunfo como para imaginar que, según la nariz del representante que se echen, unos se mantendrán un tiempo de reyecitos del mambo y otros inaugurarán antros o presentarán desfiles de moda de quinta. Nada que nos sorprenda. Me resulta mucho más interesante lo que iba sucediendo en los arrabales del milagro y no hemos sabido o querido ver.
Por de pronto, anteayer nos enteramos de que, además de los 33 sepultados, en la mina trabajaban otras 267 personas. No han cobrado un puñetero peso desde el derrumbe, hace más de dos meses largos. Para ellos no ha habido focos, ni palmaditas cómplices del campechano presidente Piñera. Gran paradoja, los técnicamente más fáciles de rescatar siguen atrapados… ¡en la superficie!