Tipos con moreno de velero y paladares acostumbrados a trasegar bebidas espirituosas de más de mil euros la botella te piden, con el mismo gesto displicente con que llaman al camarero para que les sirva otra, que arrimes el hombro. El instinto primario y el cabreo acumulado como el gas grisú en tu maltrecha y requeteausterizada persona te llevan de saque a acordarte de su puñetera calavera y a ciscarte con toda la razón del mundo en sus ancestros. Te entran unas irrefrenables ganas de echarte al monte o, si supieras cuál es la tuya, a las barricadas, a pagarlo a pedradas contra los escaparates de otros que sabes en tu fuero interno que son tan pringados como tú. Y da igual que te desfogues contra el indefenso mobiliario urbano: cuando repongan las farolas, los contenedores, los bancos o las papeleras, serás tú quien corra con los gastos. Como mucho, si eres keynesiano de manual, te quedará el consuelo de pensar que has contribuido al aumento de la demanda agregada. Una mierda, vamos.
Lo siguiente, siempre que estés en edad y en disposición mental de vértelas con las nuevas tecnologías, es Twitter, que te permite disparar al aire balas de santa indignación de no más de 140 caracteres de calibre. Algo es algo. Yo, que soy asiduo a esa terapia de grupo multitudinaria, sé que hay cientos y cientos de seres que van tirando gracias a la (falsa) sensación de que sus lamentos y sus convocatorias a tomar el palacio de invierno llegan a alguna retina. No falta quien, después de tres retuits, se siente la reencarnación virtual de Zapata, Agustina de Aragón o el cura Santa Cruz. Pero la mayoría se ve las zapatillas de estar en casa y el hechizo se desvanece.
Al final de la escapada está el espejo, a donde acudes a comprobar si tienes la cara de gilipollas que te ven los señoritos que te conminan a arrimar el hombro. Lo jodido es que aunque no la tengas, te la ves. De gilipollas integral.