El unionismo español desorejado es previsible hasta la autocaricatura. Era de cajón de madera de pino que, ocurriera lo que ocurriera en la Diada, las huestes carpetovetónicas lo venderían como un pinchazo del copón y pico; ya saben, el célebre suflé que lleva desinflándose desde que todavía no habían pillado a Pujol con el carrito del helado. Y al final ocurre que las profecías se cumplen a sí mismas. Ni un segundo después de que la Guardia Urbana de Barcelona aventara la cifra de 600.000 personas en la manifestación central, los heraldos del apocalipsis corrieron a hacer una conga para celebrar el presunto fracaso de los disolventes que envenenan sus sueños.
¿Lo fue? Ciertamente, si se comparan con el millón del año pasado y no digamos con los casi dos millones de 2014, las matemáticas cantan. Otra cosa es hacerse trampas en el solitario y pretender que una movilización que sigue estando muy por encima de cualquiera que se haya celebrado en el Estado español pueda despreciarse. Eso, sin contar con el factor emotivo, resorte fundamental para sacar la gente a la calle; ojalá no tengamos que ver por cuánto se multiplican esos números si la sentencia del juicio del Procés es la que muchos nos tememos.
Y lo dicho arriba vale casi palabra por palabra para el triunfalismo fingido y poco creíble del soberanismo. “Un gran éxito”, proclamó el president Torra, como si no hubiera quedado patente que empieza a acusarse el hastío y, casi peor que eso, el desencuentro flagrante entre las diferentes familias de los que aspiran a conseguir una Catalunya independiente. Quizá haya llegado el momento de pararse a reflexionar.