Es una vieja película, pero no pasa de moda. Acción, reacción, acción. Sangre llama a sangre. Los primeros muertos son una excusa para provocar la respuesta que justifique, menudo verbo, una represalia mayor. Para el tercer o cuarto ciclo, ya nadie recuerda quién empezó esta vez. Tampoco importa gran cosa. Nunca hemos entendido realmente de qué va esto más allá del trazo grueso. Peor todavía: aunque nos lo explicasen mejor, sería tarde para cambiar de bando. Lo elegimos por intuición, por simpatía o por antipatía. Igual que cuando en un zapping nos encontramos con un Madrid-Benfica o con un Madrid-Apollon Limassol, tifamos sin dudarlo por los contrarios de los merengues. ¿Acaso se pueden equivocar el corazón, las tripas, la bilis? Allá se las apañe la razón, si es que cabe alguna cuando se trata de mandar enemigos al otro barrio, mejor cuanto más despanzurrados, ya los recompondrán en el paraíso de los unos o de los otros.
Tomemos, pues, partido. En las portadas del fondo a la derecha, el autobús humeante de Tel Aviv recoge el relevo del presunto sionista de la quinta columna arrastrado por un motero palestino. En las otras, los cascotes de la sede de Al Jazzera en Gaza City o el hombre llorando mientras sostiene en brazos el cuerpo inerte de una criatura. Es el póker de las imágenes truculentas, con reglas copiadas del juego del hijoputa, también llamado propaganda. Gana quien causa más rabia, más desazón y más indignación entre los que, a miles de kilómetros, no disparan con bala sino con palabras que se reciclan de conflicto en conflicto. Son batallas más cómodas, libradas con pijama como uniforme de campaña, con el apoyo de esa limpísima artillería moderna que son los enlaces a esta o aquella página de internet. No importa cuál; hay miles que contienen argumentarios igual de exagerados y falaces a favor o en contra. Recuérdese que lo único que está prohibido es no alinearse.