La muerte y la campaña

Dos policías nacionales asesinados en un atentado talibán contra la embajada española en Kabul. Además de los terroristas suicidas, también se han dejado la piel cuatro agentes afganos, pero esos no entran en foco. No digo ni que tenga ni que deje de tener explicación lógica. Solo constato que el ritual fúnebre se centra en quienes empiezan a ser mentados por sus nombres propios. Por supuesto, con fotos que los muestran en su plenitud vital —tremenda la del árbol de navidad de fondo, hecha unas horas antes de reventar— y hasta con perfiles biográficos que abundan en detalles de interés más que dudoso. La diferencia que va de caer uniformado en acto de servicio a hacerlo vestido de buzo desde un andamio, circunstancia que da derecho, como mucho, a unas iniciales, una edad, el lugar de residencia y una docena de líneas que terminan dando cuenta de la concentración de protesta que han convocado los sindicatos.

Esta vez los honores serán mayores. Y apostillo de nuevo que me limito a enunciar hechos contantes y sonantes. Ahí tienen, por ejemplo, el concurso del pésame más sentido entre los políticos a la caza del voto. No crean que solo ha participado el cuarteto de candidatos a vivir en Moncloa. También han hecho sus pinitos elegíacos, para multiplicar el caudal de vergüenza ajena, terceros suplentes de esta o aquella lista. “La muerte entra en la campaña electoral”, llegó a titular no recuerdo ya qué medio digital. De saque, me pareció un cóctel de velocidad y tocino traído por los pelos, pero a la vista de los acontecimientos posteriores, me temo que el encabezado era absolutamente adecuado.

Lo que no es noticia

La noticia de un perro maltratado por su dueño se convierte en un dos por tres en la más leída de las ediciones digitales de los periódicos. Nada que oponer. Hace falta ser de piedra para no sentir una mezcla de ternura hacia el indefenso animalito y rabia hacia el hijoputa con pintas que lo ha torturado. Imposible no acabar la lectura con el estómago encogido y lágrimas en los ojos. La pena es que toda esa humana emotividad se nos quede en el congelador a la vista del enésimo coche bomba que ha despanzurrado a cincuenta o sesenta personas en un lejano conflicto del que tenemos una noción voluntariamente difusa porque hay cosas que es mejor no saber.

No señalo, no acuso, no quiero provocar más incomodidades añadidas a las que ya arrastramos. Simplemente constato y, de hecho, si tratara de buscar responsables de esta sensibilidad brutalmente asimétrica, debería mirarme primero el ombligo. Aunque sea en una parte infinitesimal, yo, que trabajo haciendo centros de mesa con la actualidad, también tengo algo que ver. Cuando decides qué cuentas en el informativo o de qué hablas en la tertulia, también estás determinando lo que dejas fuera. La omisión es otra forma de elección, nada inocente, por cierto.

A fuerza de excluir de la alineación inicial de lo contable o comentable ciertas cuestiones, que tienden a ser las mismas, acabas siendo cómplice de una especie de división en castas de la realidad. La clasificación es tan caprichosa que el perro maltratado, la bocachanclada de tal o cual político o hasta el último video chorra que triunfa en Youtube merecen honores de portada y, sin embargo, sólo rastreando entre la escarabilla informativa se entera uno de que [Enlace roto.]. Media docena de párrafos en una fría nota de agencias casi invisible es todo lo que mereció la noticia. Lo normal, ¿no?

Morir en Afganistán

Nunca dejará de sorprenderme que los pintureros relatores de hazañas bélicas y glosadores de la grandeza militar reciban la noticia de una o varias muertes de los suyos en cualquier avispero como si se tratara del aterrizaje de una nave procedente de Júpiter. No sólo se asombran como si les pareciera algo inconcebible, sino que acto seguido se entregan a una llantina y a un desgarrado de vestiduras muy poco marcial. Cualquiera diría que pensaran que las partidas de tropas que se mandan aquí o allá en virtud de los equilibrios geoestratégicos van a un resort de vacaciones a participar en una competición internacional de Monopoly.

Va siendo hora de que alguien les explique que las llamadas Fuerzas Armadas son algo más que esas coreografías que montan a paso de la oca en plazas y avenidas o que esos teatrillos bautizados “maniobras”. Muy plástico y muy efectista, sí, conquistar el Gorbea y plantar una rojigualda en su cruz, sin otro peligro que pisar una boñiga. Es más jorobado largarse una proeza del pelo en una aldea montañosa de Afganistán, donde el enemigo -qué putada, mi brigada-, además de no ser imaginario, gasta muy malas pulgas.

Es lo que tiene la guerra, mecachis, que por puro cálculo de probabilidades, hay muchos boletos para morir o perder unos trozos de la anatomía en ella. Si un currela que se trepa a un andamio tiene asumido que cada vez que lo hace se está jugando un pierde-paga contra la estadística, alguien que se dedica vocacional y/o profesionalmente a la milicia debería ser consciente de los riesgos de su gremio.

¿Tan extraño resulta que los novios de la muerte acaben casándose con ella? Por lo visto en las primeras de muchos periódicos y en las piezas machaconas que nos han puesto en los telediarios, tiene toda la pinta de que así es. Y no parece que la reiteración en el mismo hecho sirva para aprender la lección ni mucho menos para evitar que se repita.