Guillermo Nagore, aguerrido ex-redactor jefe de Noticias de Gipuzkoa y, por encima de todo, querido y admirado compañero, acaba de dar el primero de los diez millones de pasos que lo llevarán desde Finisterre hasta Jerusalén. Tras la maravillosa chaladura hay un tanto así de aventura, seguro que otro de búsqueda de sí mismo (los periodistas nos perdemos mucho en nuestro interior), bastante de ansia de encontrar cosas poco trilladas que contar y, además de todo eso, una buena causa. Bajo el sugestivo nombre “La memoria es el camino”, el proyecto pretende abrirnos los ojos a la realidad del Alzheimer. Sí, también valdrían como sinónimos los manoseados verbos “concienciar” o “sensibilizar”, pero antes de llegar a lo que implican, hay que ser capaces de mirar de frente la incomodísima realidad.
¿Viejos que ya no recuerdan ni quiénes son? Quita, quita; qué mal rollo. Huelen a muerte en vida, a humores corporales sin control, a las mil boticas casi inútiles en que se les albarda, a los infames purés que les llenan de lamparones el camisón o el pijama tras la batalla campal que es darles de comer. Qué daño hace, además, que sean quienes te parieron, te frotaron el pecho con alcohol de romero o te secaron las lágrimas el día de la primera vacuna. Tú te acuerdas, pero ellos ya no. Probablemente, en su abismal nebulosa, ni siquiera acaban de comprender qué haces ahí durante horas y horas, por qué te empeñas en hablarles, en acariciarles, en besarles. Qué jodido que tú mismo —tú misma, porque la mayoría de cuidadores son mujeres— te hayas hecho las mismas preguntas en los no pocos momentos de debilidad de esa espera sin esperanza que es, simplemente, estar a su lado.
La respuesta es que lo haces porque nadie lo hará por ti. El Alzheimer no sólo llena de olvido a quien lo padece; también al resto de la sociedad, que lo convierte en invisible. La memoria es el camino. Vamos contigo, Guillermo.