El otro día, en el homenaje a Isaías Carrasco, asesinado por ETA hace seis años, Patxi López volvió a tirar de brocha gorda. O de repertorio, tanto da. Llamó a sus compañeros y compañeras “a ganar la batalla a las ideas que hicieron que jóvenes vascos se convirtieran en terroristas”. Es decir, que si no llega a haber sido por las tales ideas, los jóvenes en cuestión habrían acabado siendo probos ciudadanos. Peculiar relación causa-efecto que llevada a sus últimas consecuencias libraría de responsabilidad casi a cualquier criminal. Rousseau de chicha y nabo: el hombre es bueno por naturaleza pero hay unos entes perversos que se dedican a llenar las cabezas de pájaros y luego pasa lo que pasa. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Pues no, ni siquiera ha empezado. Esa simpleza sonrojante no explica por qué hay miles y miles de personas que, teniendo convicciones no muy distantes a esas a las que López atribuye la condición de semilla de mal, jamás han tocado un pelo a nadie. No solo eso: la inmensa mayoría de los contaminados están —o sea, estamos— en primera fila de la denuncia de los que abogan por el uso de la violencia.
Teniendo en cuenta que según el auditorio, el momento y sus aspiraciones, el secretario general del PSE cambia de discurso como de corbata, no es fácil establecer cuáles son exactamente sus ideas. Sean cuales fueren, las doy por absolutamente legítimas y respetables. Incluso teniendo la constancia de que ha habido quien las ha utilizado como excusa para dar matarile al prójimo. Ni en broma se me ocurriría sugerir que él, por pensar como piensa, puede ser un asesino.