No se pierdan la pelea en el barro del momento. María San Gil, inmaculada mártir del mayororejismo sacrificada en el altar de una presunta renovación que nunca llegó, emerge de entre las tinieblas a las que fue confinada y clama venganza contra quien la acuchilló -eso dice- por la espalda con saña y reiteración. El señalado, de nombre Antonio y apellido Basagoiti, temblequea ante el espectro y alcanza a balbucir que no tiene ninguna intención de criticar a su predecesora. Un segundo después, con la coherencia y el respeto a la palabra que lo caracteriza, la acusa de haber sido cicuta para el electorado: “Con ella el PP perdía votos a espuertas”, asegura el que como candidato a lehendakari obtuvo el peor resultado de su partido desde tiempos de Iturgaiz.
Es lo que tienen los bloques monolíticos, que en cuanto rascas con una moneda de cinco céntimos, quedan a la vista todas las grietas y las cuentas pendientes. Los principios morales insobornables se revelan como un barniz de aliño para disimular el fulanismo mondo y lirondo. De un rato para otro, quien era sacada bajo palio y sumisamente lisonjeada se transforma para los mismos porteadores y halagadores en una resentida que sólo busca “hacer publicidad y vender libros a costa de criticar a sus propios compañeros”.
Eso dijo Iñaki Oyarzábal ayer en Radio Euskadi, y añadió para asombro de propios y extraños que el actual PP del País Vasco pretende ser una formación “mucho más pegada al terreno, defensora de nuestro autogobierno y de la cultura vasca”. ¿Con qué microscopio hay que mirar para ver eso? Si sólo hubiera tres quintos de verdad en tales palabras, tendríamos muchos metros ganados en el camino de la normalización. Lamentablemente, a fecha de hoy, la diferencia entre el partido de San Gil y el de Basagoiti es que el segundo es más ocurrente en sus filípicas e invectivas. En lo básico, ni el discurso ni la actitud han cambiado.