Tele-Twitter

Una de las grandes aportaciones de Twitter —pido perdón a los muchísimos lectores que aún no tienen claro de qué va el invento— es que ha cambiado el modo de ver la tele. Ya no hace falta estar delante del trasto. Puede uno dejarlo de fondo, o incluso apagarlo, y seguir el programa que sea a través de los comentarios necesariamente sintéticos que entran a borbotones en la pantalla del ordenador, de la tableta o, si se goza de la vista necesaria (yo ya no), el móvil. El resultado es lo que los finos que se han leído un par de libros y han escrito tres llaman una experiencia vicaria, que no es otra cosa que utilizar los sentidos de los demás para percibir algo. Lo bueno es que como los demás son muchos y algunos de ellos, especialmente perspicaces, la idea que nos hacemos del espacio del que somos espectadores por poderes es mucho más completa que si tuviéramos los cinco sentidos pendientes del monitor.

Renuevo mi petición de disculpas a quienes deben de estar pensando que me he fumado algo raro, y trato de explicarles el porqué de esta filosofada que les ha caído encima sin comerlo ni beberlo. Ocurre que me estoy volviendo adicto a la tele tuiteada. Así seguí el viernes pasado primero la pitada de la final de Copa y luego, con menos entusiasmo, el baño que recibió mi equipo. Al día siguiente —créanselo— me tragué el festival de Eurovisión desde el acorde inicial a la última votación. Pero mi consagración definitiva como friki incurable fue el domingo, cuando, sin ver una sola imagen real, me aticé en vena en píldoras de 140 caracteres el “Salvados” de La Sexta sobre las bondades de invertir en ciencia y las maldades de hacerlo en ladrillos.

El fenómeno fue bien curioso. El 99 por ciento de los comentarios iban del hondo elogio a la entrega absoluta. Se diría que se acababa de asistir a la verdad revelada. Yo debería haber sentido lo mismo por delegación. Pero me decepcionó. Y mucho.