Acordemos, pues

Cada dos frases, la palabra acuerdo. En euskera, en castellano. Como oferta, como petición. Adjetivado, apostillado, enfatizado. Con soda, con agua, con hielo. Acuerdo, acuerdo y más acuerdo en las bocas del candidato que ya es lehendakari, de la candidata que dijo presentarse para no serlo y de todos y cada uno de los que subieron a la tribuna de oradores, incluyendo al que aprovechó el envite para darse un homenaje que no correspondía. Sería una entretenedera curiosa hacerse con el acta y ponerse a contar las veces en que fue pronunciado el término totémico: una, dos, quince, sesenta, ciento diez, doscientas cuarenta tres. Probablemente bastantes más, infinitamente más, desde luego, de las que el dicho va a convertirse en hecho en toda la legislatura.

¿Acaso nos estaban engañando? No exactamente. Cumplían el rito, el trámite, la coreografía. Si se hace en los plenos ordinarios, con más motivo en los revestidos de cierta solemnidad como el de investidura, donde hay el triple de cámaras y micrófonos. Ahí toca, sí o sí, hacer discursos de amplio espectro, que no disgusten demasiado a la parroquia ajena y que a la vez gusten a la propia, que es la que ha puesto los votos que dan derecho a asiento y séquito. Basta saber leer entre líneas para hacer la traducción pertinente. Cada vez que se saca a paseo el diálogo, el consenso o cualquier otro sinónimo, en realidad se está diciendo que verdes las han segado, que nadie da nada a cambio de nada o que a ver si os habéis creído que nacimos ayer y nos chupamos el dedo.

Tal vez hubo un tiempo en que fue de otro modo —lo dudo—, pero aquí y ahora acuerdo quiere decir que tú vienes y yo no me muevo. En el mejor de los casos, que por cada centímetro que me hagas desplazarme me concedas un capricho que yo elija del muestrario. Sin poner mala cara, que si no, se dobla el precio.

Y ya van dos columnas que me comeré si ocurriera de otro modo.

Silencio clamoroso

Treinta folios, hora y veinte minutos de palique y, por toda alusión a la cosa vasca, un estrambótico recuerdo de saque “a las víctimas del terrorismo”, como quien saluda a un cuñado de Cuenca, “que me estará escuchando”. Sí, claro, es de esperar que en las réplicas a PNV, Amaiur y Geroa Bai, qué remedio, tenga que torear con el asunto. Sin embargo, da bastante que pensar que Mariano Rajoy se hiciera el sueco descaradamente en el discurso de investidura, que es el que queda para la Historia o, como poco, el que marca la dichosa hoja de ruta que tanto nos gusta mentar.

Caben dos docenas de interpretaciones del olvido obviamente voluntario. La más simple entronca con la leyenda de la ambigüedad calculada que se le atribuye al ya casi inquilino de Moncloa. Al orillar una cuestión que no ha faltado en los parlamentos iniciales de los presidentes españoles desde 1977, el de Pontevedra estaría mandando un mensaje que tirios y troyanos podrían traducir a su favor. Algo así como “confiad en mi, que yo voy a saber hacerlo”. Si este era el sentido, está claro que ha horneado un pan con unas hostias, pues tiene de uñas y pensando lo peor a quienes a uno y otro lado y por causas opuestas esperaban (esperábamos) siquiera un par de párrafos.

¿Por qué no lo resolvió, aunque fuera, con una de esas vacuas generalidades que dedicó a la enseñanza, la sanidad o, rizando el rizo y ruborizando a la parroquia, “el apoyo a la implantación de nuestra gastronomía en el ámbito europeo e internacional”? ¿Por qué, de entre todas las formas de silencio, eligió la más clamorosa respecto a la normalización y la pacificación? Sigamos especulando. Quizá fue porque lo da por algo ya superado y, por tanto, sin mérito para ser incluido en una enumeración de prioridades. No parece. Es más probable que sencilla y llanamente no tenga ni pajolera idea de por dónde hincarle el diente a la cosa. Pues eso es un problema, y grande, además.