Asisto, más divertido que indignado, al crecimiento de esa bola de nieve rojigualda llamada Tabarnia. Manda pelotas cómo una aparente tontuna de cuatro gañanes con mucho tiempo libre puede llegar a convertirse, amén de otras muchas cosas, en encabronadera de procesistas de salón que muerden el cebo como panchitos y se lanzan en pijama a cagarse en lo más barrido a través de Twitter. ¿No se dan cuenta de que los otros dirán que si ladran es señal de que cabalgan?
Más que eso. Se diría que los tabarnarios, tabarneses o (me cuadra más) tabarñoles galopan a lomos de su exitosa ocurrencia. Poca broma, cuando en los bazares chinos o los badaluques te ofrecen a euro el metro la bandera de la entelequia recién parida. La historia es pródiga en chorradas del quince devenidas en religión, régimen, movimiento social, corriente política dominante o, ya que nos ponemos, realidad nacional. Barrunta servidor que esto no llegará a tanto, pero tampoco me apostaría más de un café con sacarina.
Sigo, como les cuento, con resabiada atención la evolución de lo que ya nadie puede negar que es un fenómeno. ¿Multiplicado por las terminales mediáticas del antiindependentismo? Pero también (o sobre todo) por el infantil sulfuro que provoca justamente donde es su intención provocarlo. Por lo demás, y ya tirando de escama de galápago, tiene hasta su puntito de cabriola intelectualoide mirarse en el espejo deformado frente al que pretenden colocarnos los creadores del engendro. En todo caso, no hay gran cosa que temer, porque esta panda de diletantes no se van a arriesgar ni a la cárcel ni al exilio por conseguir sus objetivos.