Nueve meses, once países y un sinnúmero de vicisitudes después, Guillermo Nagore levanta sonriente los brazos junto a la Puerta de los Leones de la ciudad antigua de Jerusalén. Los sentimientos se empeñan en la paradoja. Todos esos millones de pasos bajo la lluvia o el sol abrasador han sido, además de otras muchísimas cosas, un gigantesco acto de generosidad. Sin embargo, al contemplar desde casa y en pijama la imagen, el autor de estas líneas se ve invadido por un pensamiento egoísta: a ese que se ha pateado 6.086 kilómetros para que no nos olvidemos de los que se olvidan lo conozco yo. Y conozco también a muchos que lo conocen, que lo han acompañado en cuerpo, en alma, o de las dos formas durante este periplo que ha certificado literalmente que el movimiento se demuestra andando.
Ese ha sido, justamente, uno de los aprendizajes que le debemos a Guillermo. Allá donde casi todos nos conformamos con la queja liofilizada a través de Twitter, una columna o un cómodo micrófono, él se ha calzado las botas y ha tirado millas. Nos ha ilustrado sobre lo que va de predicar a dar trigo, de conformarse con lo que hay a no resignarse, de decir que todo está fatal a tratar de que deje de estarlo. ¿Una gota en el océano? Probablemente, pero seguirá siendo infinitamente más de lo que la mayoría, incluyendo a los que manejan los presupuestos y los recursos, hace frente a ese asesino silencioso y despiadado llamado Alzheimer y a todas las demás dolencias de su misma calaña traicionera.
No, el viaje no se puede terminar con esa foto junto a las piedras milenarias de la ciudad del eterno conflicto ni se puede quedar en las más que merecidas felicitaciones por haberlo emprendido y completado. La meta estará siempre un poquito —bastante, en realidad— más allá de las palabras bienintencionadas. La memoria es el camino, pero serán los hechos y solamente los hechos los que empiecen a cambiar algo.