De nuevo, la Iglesia aparece como piedra de escándalo. Esta vez, la vasca, por si alguien, en su autocomplacencia o ceguera voluntaria, pensaba que las sacristías del terruño estaban libres de polvo y paja. Cuánta respiración contenida, por cierto, ante la trayectoria conocida del señalado como autor —confeso, no se pase por alto— de por lo menos tres casos de abusos a menores. ¿Quién iba a pensar que Juan Kruz Mendizabal, Kakux, tan cercano, tan afable, tan campechano, tan… bueno, ya saben, iba a ser un depredador sexual?
Junto a esa pregunta, otras más incómodas: ¿Por qué ha pasado tanto tiempo desde que ocurrieron los hechos hasta su conocimiento? ¿No había indicios o sospechas? ¿Quién o quiénes miraron hacia otro lado? ¿Qué les impulsó a ello? ¿Cómo se explica que fuera subiendo en el escalafón? ¿A qué se debe que hasta la fecha no haya actuado, que sepamos, la justicia ordinaria? ¿De qué nos sirven las palabras compungidas del Obispo Munilla? ¿Qué es eso de intentar convencernos, a estas alturas, de que en el pecado está la penitencia? Y sobre todo, ¿tenemos la certeza de que es el único caso? ¿Hay alguna garantía de que no va a volver a ocurrir?
Déjenme que en el último párrafo me mire el ombligo. Se nos reclama, con razón, a los medios de comunicación que informemos sin tapujos ni miedo sobre la cuestión. No dejemos de hacerlo. Pero, por favor, no permitamos que nos guíe el morbo chabacano. Es digno del mejor periodismo localizar a las víctimas y darles la voz que les han robado durante años. Sin embargo, están de más esos titulares sensacionalistas llenos de sórdidos y explícitos detalles.