Parece que el gobierno disolvente, cuatripartito y pecador de Uxue Barkos no ceja en su empeño de hundir Navarra. Como prueba, el penúltimo logro: la decisión de Volkswagen de conceder la producción del segundo modelo a la planta de Landaben. Notable jodienda para los navarrísimos, foralísimos y españolísimos apóstoles del cuanto peor mejor. Van a tener su gracia las próximas descargas de bilis desde el atril parlamentario de Esparza o Ana Beltrán. O los tuits encabronados de Carlos Salvador, ese señor que dice que una de las lenguas de su tierra es un lujo prescindible.
Fuera de sarcasmos, o quizá no tanto, merece la pena darle dos vueltas a lo que supone lo que con su habitual buen tino, Rafa Aguilera calificaba como una de las noticias de 2016 en la comunidad. Estamos hablando de asegurar mucho trabajo durante mucho tiempo. Probablemente, en condiciones mejorables —¿quién no quiere más?—, pero sustancialmente superiores a la media y, desde luego, cumpliendo unos mínimos holgados de dignidad.
¿Qué le lleva a una multinacional como la alemana a dar un paso así? Obviamente, no ha sido una cuestión sentimental; bien sabido es que las corporaciones carecen de corazón. Y pese a la broma inicial de estas líneas, poco ha tenido que ver, ni para bien ni para regular, el color del gobierno de turno. Así que todo se ha reducido a una cuestión de números. Simplemente, después de los pertinentes cálculos, Volkswagen ha llegado a la conclusión de que el sumatorio de circunstancias que presenta Landaben es el que le resulta más beneficioso para sus intereses. Así funciona el bendito malvado capitalismo.