Un mes sin fumar… en los bares

Algunos se maliciaban que el fin del permiso para ahumar al prójimo iba a acabar como lo de Túnez o Egipto. Habría tenido su gracia que lo que no ha conseguido la seguidilla de recortes sociales -más los que vendrán- hubiera sido posible por la ley seca del fumeque en establecimientos públicos que estrenamos con el año. Pero no. Nuestras calles siguen, para lo bueno y para lo regular, igual de amodarradas. Como mucho, medio diapasón más vivas gracias a las pequeñas e inofensivas asambleas de portadores de pitillos que se dan al vicio de puertas afuera con alegre resignación. Ya ni siquiera es la prohibición y sus consecuencias el asunto principal de conversación en esos cociliábulos. Con absoluta naturalidad, incluso en medio de los rigores meteorológicos que invitarían a mantener la boca cerrada y el espíritu ennegrecido, se habla entre bocanada y bocanada de las mismas cuitas de siempre. La charla del interior se traslada al exterior sin echarle más drama. Una mesa con un cenicero bajo un toldo protector (a veces, una simple repisa) es toda la logística necesaria para que la vida siga.

Dentro

Y al abrigo de la barra tampoco ha habido ninguna gran revolución. Yo mismo esperaba ver caras de urgencia. manos nerviosas, o cuerpos en estado de máxima tensión. Supongo que en algunos casos la procesión irá por dentro, pero nada me ha hecho pensar en estos treinta días de abstinencia hostelera que me hallara en un polvorín a punto de explotar. Al principio se hacía novedosa la ausencia de la neblina característica y de las sempiternas colillas pisadas en el suelo, y según en qué locales, se percibía más penetrante el olor de la surtida barra. A la tercera o cuarta visita los parroquianos dejan de reparar en todo eso y siguen a lo suyo, que es darse un respiro, avituallarse o compartir un rato con sus semejantes. Para eso servían los bares antes y para eso seguirán sirviendo durante muchos años. Queda en entredicho que el tabaco fuera un elemento imprescindible de su magia y de su servicio.

Sólo hace falta que se convenzan de ello los que están aprovechando el río revuelto para subirnos la dosis de titulares exagerados o imágenes con su puntito de morbo. Como tantas de nuestro tiempo, esta también está siendo un guerra mediática. Demasiado ruido para tan poca nuez. Leyendo algunas informaciones o viendo ciertos reportajes, cualquiera diría que las tascas y tabernas son reproducciones a escala de la zona cero de Bagdad. Basta llegarse a cualquiera para comprobar que no es así.

La absurda guerra del tabaco

Por fortuna, el ser humano es un animal de costumbres con una capacidad de adaptación infinitamente mayor de lo que presuponemos. El mismo mecanismo que ha hecho que creamos que llevamos toda la vida utilizando el teléfono móvil o pagando con una tarjetita de plástico hará que dentro de nada sólo recordemos vagamente que hubo un día en que se podía fumar en bares y restaurantes. La prueba es que hoy nos parece que fue en el pleistoceno cuando podíamos hacerlo en el transporte público o, incluso, en la consulta del médico, que perfectamente podía estar atendiéndonos con un Ducados entre los dedos. Todavía es pronto, claro, porque están todo el día las cámaras al acecho de las chimeneas andantes que la emprenden a golpes, hosteleros que buscan su cuarto de hora de fama y reportando al minuto el número de denuncias contra los infractores de la ley. En cuanto desaparezca el foco mediático, las aguas se situarán en su cauce.

Fumador compulsivo y nada orgulloso de serlo, tengo ganas de que llegue ese momento. Me siento desplazado y sin bando en esta guerra absurda y artificial que se está librando a beneficio de titulares llamativos y minutos de relleno en las tertulias. Ya escribí aquí que el único pero que le encuentro a la discutida nueva norma es que sus mentores sean los mismos -gobierno, estado- que han convertido en chollo recaudatorio lo que dicen querer combatir. No es pequeña la objeción, pero no creo que deba mezclarse con la absoluta lógica de casi todas las medidas que entraron en vigor el domingo pasado. Firmaría donde fuese para que todas las leyes que apruebe este o cualquier gobierno fueran igual de razonables.

Sin humo… y sin revanchas

Me chirriaban antes y me chirrían ahora aun más los contraargumentos de la parte que se siente perseguida y acorralada. Admito para quien así lo perciba -yo mismo hasta hace unos años- que fumar sea un placer, pero no puedo aceptar que sea un derecho. Y si lo fuera, debería palidecer ante el que tienen los no adictos a la nicotina a no asfixiarse con el mal humo ajeno. Viviré en carne propia la incomodidad de tomarme el café apremiado por la urgencia de una dosis de veneno, pero no se me ocurrirá sentirme víctima de un estado mutilador de libertades. No por eso, desde luego.

Sería muy conveniente también que el frente antitabaco no se dejase llevar por la tentación revanchista. Sobran las sonrisitas socarronas, los comentario jocosos, y no digamos el afán delatorio que les ha entrado a algunos de repente. Ya tienen lo que querían. Debería bastarles.