Por los mismísimos pelos, siete jóvenes acusados de varios atracos a mano armada se libraron ayer de ser fusilados en Arabia Saudí. A uno de ellos, considerado cabecilla de la banda, lo iban a crucificar después de muerto y su cuerpo iba a permanecer expuesto hasta que se pudriera como castigo suplementario. Todos son menores de edad. Pero no perdamos de vista que se trata solo de un aplazamiento. Cuando la presión de las organizaciones humanitarias decaiga, lo más previsible es que la sentencia se cumpla. Hasta entonces, volverán a la tenebrosa prisión donde ya han sido sistemáticamente torturados durante siete años antes y después del simulacro de juicio sin derecho a defensa en que fue decretada su ejecución.
Lo único levísimamente excepcional de este caso es que han transcurrido dos años desde el último ajusticiamiento en grupo. El individual es rutina en el país. Hay uno cada tres días, siempre en público para que a la vez sirva de ejemplo y espectáculo, y bajo una espeluznante variedad formal que incluye el ahorcamiento, la decapitación a espada y la lapidación, reservada a las mujeres. Eso, en cuanto a la llamada pena capital. Cuando los iluminados magistrados saudíes están de buen café, dictaminan castigos corporales que van desde cien latigazos a la amputación de manos y pies. También es amplio y caprichoso el catálogo de presuntos delitos que pueden llevar a ser objeto de estos inhumanos correctivos: homosexualidad, adulterio, desviación moral, ofensas al islam bajo cualquier forma… Por descontado, sin necesidad de la menor prueba o indicio.
Todos estos abusos y otros mil más ocurren a diario en Arabia Saudí, un país no solo admitido tan ricamente en el concierto internacional, sino especialmente bien tratado en las instancias más altas y hasta alabado por su supuesta moderación en comparación con otros regímenes de su entorno. Pura complicidad a escala planetaria.