¿Y las 400 bombas?

Oigan, así, entre nosotros, ¿no va siendo hora de abandonar las sobreactuaciones y los rasgados de vestiduras de plexiglás en este psicodrama del quítame allá esta acreditación académica? O de eso, o justamente de lo contrario: situado el nivel donde está, a la altura del tobillo moral, ponemos fuera de la circulación política a todo quisque que no tenga el armario libre de este o aquel cadáver. ¡No me joroben! ¿Me están diciendo en serio que hasta la fecha se chupaban el dedo y ahora les resulta un escándalo intolerable descubrir que los másteres —no solo los de la Rey Juan Carlos, ojo— están sujetos a un mamoneo entre el mercantilismo desorejado y el nepotismo con balcones a la calle? ¿Acaso acaban de descubrir que nueve de cada diez tesis doctorales, aparte de ser truños infumables que aportan una mierda al caudal del conocimiento, son un refrito de refritos o el resultado de varios fusilamientos intelectuales sin piedad ni rubor?

Ni por el forro esperaba que el trabajo de doctorado de una medianía como el actual inquilino de Moncloa fuera la rehostia en bicicleta. Sin necesidad siquiera de leer el resumen —Abstract, creo que lo llaman en la jerga de los miccionadores de colonia—, ya imaginaba que era una amalgama de cortapegas con o sin comillas, exactamente igual que sus tuits o sus discursos. Y jamás se lo tendría en cuenta, como tampoco nadie le montó ningún pollo a Adolfo Suárez porque su única lectura fuera la novela Papillon. Seré raro, pero si hay que buscarle las cosquillas a Pedro Sánchez, prefiero hacerlo, por ejemplo, por haberse comido con patatas su palabra de no vender 400 bombas a Arabia Saudí.

El amigo saudí

Por los mismísimos pelos, siete jóvenes acusados de varios atracos a mano armada se libraron ayer de ser fusilados en Arabia Saudí. A uno de ellos, considerado cabecilla de la banda, lo iban a crucificar después de muerto y su cuerpo iba a permanecer expuesto hasta que se pudriera como castigo suplementario. Todos son menores de edad. Pero no perdamos de vista que se trata solo de un aplazamiento. Cuando la presión de las organizaciones humanitarias decaiga, lo más previsible es que la sentencia se cumpla. Hasta entonces, volverán a la tenebrosa prisión donde ya han sido sistemáticamente torturados durante siete años antes y después del simulacro de juicio sin derecho a defensa en que fue decretada su ejecución.

Lo único levísimamente excepcional de este caso es que han transcurrido dos años desde el último ajusticiamiento en grupo. El individual es rutina en el país. Hay uno cada tres días, siempre en público para que a la vez sirva de ejemplo y espectáculo, y bajo una espeluznante variedad formal que incluye el ahorcamiento, la decapitación a espada y la lapidación, reservada a las mujeres. Eso, en cuanto a la llamada pena capital. Cuando los iluminados magistrados saudíes están de buen café, dictaminan castigos corporales que van desde cien latigazos a la amputación de manos y pies. También es amplio y caprichoso el catálogo de presuntos delitos que pueden llevar a ser objeto de estos inhumanos correctivos: homosexualidad, adulterio, desviación moral, ofensas al islam bajo cualquier forma… Por descontado, sin necesidad de la menor prueba o indicio.

Todos estos abusos y otros mil más ocurren a diario en Arabia Saudí, un país no solo admitido tan ricamente en el concierto internacional, sino especialmente bien tratado en las instancias más altas y hasta alabado por su supuesta moderación en comparación con otros regímenes de su entorno. Pura complicidad a escala planetaria.