Escucho que la huelga de taxistas ha sido un gran éxito. No lo pongo en duda. Desde luego, si el tal éxito se mide en seguimiento, capacidad para hacerse sentir y repercusión mediática, la afirmación resulta incontestable. Me temo, sin embargo, que si nos referimos a la posibilidad real de cambiar los hechos que han provocado la movilización, la apreciación no puede ser tan optimista. ¿Que ya está otra vez el cenizo que dice que las huelgas no sirven para nada? Les aseguro que no voy por ahí. Por supuesto que pueden servir, y hay un millón de pruebas de ello, bien es cierto que casi siempre en sectores muy determinados.
Lo que digo es que esta concreta de la que hablamos lo tiene verdaderamente difícil, puesto que enfrente no hay ningún interlocutor con la facultad de atender las reivindicaciones que se plantean. Porque esto no va de reducir licencias —algo que ya de por sí sería complicado de acometer para una administración que no prevaricase—, sino de un cambio social, quizá hasta histórico, imparable. Simplemente, el modelo de transporte de viajeros donde a los clientes les toca poco más que pagar y callar está agotado. De hecho, lo difícil de entender es que haya durado tanto.
Siendo humanamente comprensible la protesta de quienes salen perdiendo, no hay que esforzarse demasiado para hacerse una idea de por qué las diferentes alternativas al taxi tradicional han triunfado prácticamente según se han instalado. El precio es una parte, pero lo es en mayor medida la calidad del servicio. Cabe reclamar, por supuesto, igualdad de condiciones a la hora de competir. A partir de ahí, que gane el mejor.