María Dolores de Cospedal (último sueldo conocido: 241.840 euros anuales) se ha trepado a la parra demagógica de los tonicantós, rosadieces y martinezgorriaranes que predican al tiempo que se comen el trigo a dos carrillos. Porque ella y su mayoría absoluta lo valen, porque le sale de la peineta y de la mantilla que se pone para ir a engañar a Dios, ha decidido demediar el parlamento de Castilla-La Mancha y, en el mismo viaje, dejar sin paga a los culiparlantes, también llamados “representantes de la voluntad popular”. Pasmados se tienen que haber quedado los descamisados zurrados por los azules en Neptuno al ver cómo les sobrepasaba por la extrema derecha. ¿No estaban pidiendo el fin de los privilegios de la casta política? Pues hala, un ERE y la mitad a casa, y los otros, a sentarse en el escaño a cambio de nada. Eso sí, los que pillen cacho en el amplio escalafón gubernamental seguirán cobrando. El que parte y reparte… ya se sabe. ¿Algo que objetar?
Sí, bastante. Para empezar, que tal vez la directa habría sido cerrar el negocio completo. Treinta años después ya se ha comprobado que las autonomías artificiales no sirven para acercar la administración al ciudadano sino como sostén de los caprichos y elevador del ego de una creciente reata de caciques locales. No olvidemos que donde ahora se sienta la doña tuvo el culo durante lustros el multiplicador de patrimonio personal José Bono. Nadie fuera de la legión de apesebrados iba a echar en falta la taifa castellano-manchega. Para recortar da lo mismo Madrid que Toledo.
Pero si aun así se opta por mantener la tramoya, sobrepasa el insulto que se haga a costa del doble tijeretazo populachero en el tamaño del parlamento y los emolumentos de los electos. Lo primero es un truco aritmético para borrar del mapa a los partidos pequeños. Lo segundo es institucionalizar que sólo los que están forrados se puedan dedicar a la política.