Así como la parábola del hijo pródigo siempre me ha parecido una intolerable apología del agravio comparativo —¿qué es eso de premiar al cabroncete y hacer luz de gas al que se comporta correctamente?—, me encanta el pasaje de las Escrituras que cuenta cómo Jesús expulsó a los mercaderes del templo a latigazo limpio. Por una vez, ese personaje que los evangelistas nos pintaban como un happymaryflower con sangre de horchata, venga tragar y perdonar todo el rato, saca el genio y pone en su sitio a los jetas que habían ido a hacer caja al lugar donde estaban de más. Muy pero que muy de más. Exactamente igual que los contumaces recortadores de derechos que estos días han aprovechado que las calles estaban llenas de ciudadanos cabreados para mezclarse entre ellos y venderles su bálsamo rojo, que ni es bálsamo ni, por supuesto, rojo.
Tal vez les parezca un tanto traída por los pelos la comparación del templo de Jerusalén con las protestas contra el Marianazo, pero seguramente porque cabalgamos hacia el apocalipsis, últimamente no dejan de salirme metáforas y alegorías bíblicas. De hecho, al pensar en estos mismos pirómanos que empezaron el incendio social y ahora van por ahí con mangueras de atrezzo, me es inevitable acordarme de los fariseos o versionar el sermón de la montaña: que tu puño izquierdo no sepa con qué destreza agarran la guadaña las falanges de tu mano derecha.
Habrá quien opine que cuanto más bulto se haga, mejor y que pelillos a la mar con lo que se hizo o se dejó de hacer ayer y anteayer. Me valdría, y aquí volvemos a los terrenos religiosos, si hubiera mediado un acto de contrición sentido y sincero. Verdes las han segado. No espere nadie que estos manifestantes de conveniencia muestren el menor arrepentimiento por los irreparables destrozos causados. Volverían a provocarlos mañana mismo sin que les temblara el pulso. Hace falta un látigo, siquiera imaginario.