La Santa Madre Iglesia Católica acaba de beatificar a 522 mártires españoles. Dicen que “del siglo XX” para que miremos al dedo en vez de a la luna, pero a nadie se le escapa que la inmensa mayoría de los elevados a los altares -no sé si técnicamente será correcta la expresión- murieron durante la guerra de 1936. Añadiré que todos pertenecían al bando nacional, si bien esto lo hago con cierto cuidado, pues tal y como sucedieron las cosas, no es improbable que muchos de ellos no tuvieran una convicción política concreta. Partidario, como soy, de una memoria completa y sin adornos, no quisiera hacerme trampas en el solitario dejando entrever que algo habrían hecho para merecer el fin que tuvieron. De eso, nada; soy consciente de que el bando al que me siento afectiva e ideológicamente más cercano también cometió actos reprobables. Si no aceptamos la certeza de las sacas, las checas y los paseíllos de autoría republicana, estaremos actuando con indignidad pareja a la de quienes, desde la acera de enfrente, se empeñan en mantener el muro de silencio. Silencio cómplice y justificatorio, por demás.
No niego, por tanto, el derecho a la reivindicación individual de estas 522 personas o de las mil y pico de procesos anteriores. Ocurre, sin embargo, que la pomposa ceremonia de Tarragona no tenía tal propósito ni de lejos. Sus impulsores buscaban una vez más señalar que aquella fue una guerra justa y necesaria donde el bien triunfó sobre el mal. Nada extraño en una institución cuya jerarquía sigue a día de hoy sin pedir perdón por haberse alineado con quienes se sublevaron contra la legalidad y cometieron miles de crímenes en nombre de la cruz.
Habría sido una gran oportunidad para que el Papa Francisco recordase a las otras decenas de miles de mártires que siguen en barrancos y cunetas aguardando un gesto de reconocimiento. Pero en esta ocasión Bergoglio no se atrevió a salirse del guion.