Los medios ayusistas (que, en general, también son un poco voxistas) celebraban ayer como un gran triunfo que el remitente de la navaja ensangrentada a la ministra Reyes Maroto fuera una persona con una patología mental. De alguna manera, sentían que tal circunstancia desmentía a la izquierda en sus denuncias de que las graves amenazas a políticos y cargos del PSOE y Unidas Podemos provenían de elementos de la extrema derecha. Como me dijo alguien en Twitter, su alivio se parecía al que sintieron algunos convecinos nuestros cuando se certificó que los atentados del 11-M de 2004 fueron obra de grupos yihadistas.
Más allá de esta alegría en el ultramonte, el episodio debería hacernos reflexionar sobre si hubo una sobreactuación en la denuncia. O, por lo menos, precipitación. No resulta fácil explicar que solo tres horas después de que la noticia corriera como la pólvora y diera lugar a todo tipo de airadas reacciones, la policía aclarase la autoría del envío. Eso, sumado al detalle chusco de que el sobre contenía el nombre completo y la dirección del responsable. Una gota de prudencia habría evitado el espectáculo convertido en bumerán. Vuelvo a escribir como el otro día que las condenas de las amenazas deben obedecer a las convicciones democráticas y no a la búsqueda del rédito electoral.