Ya les ha costado darse cuenta. Treinta años de jijí-jajá después se enteran de que el Estado español de las Autonomías es una cantada institucional que no se la salta Sergei Bubka. Tarde para acordarse de las muelas de los egregios tahoneros —algunos ya difuntos y con doble orla en las enciclopedias— que hicieron un pan con unas hostias. Mientras la misma Europa que ahora nos asfixia soltaba a chorro quintales de pasta, todo fue de narices. Los más vivos de cada pedanía, políticos de cuarta regional literalmente, se convirtieron en pequeños marajás que inauguraban casinillos de jubilados, plantíos de girasol subvencionado y carreteras de ningún sitio a ninguna parte. Que no faltaran a su lado los Tribuletes de sus teles, radios y periódicos de la Señorita Pepis para hacerles los cantarcillos de gesta de rigor. ¡Venga, que lo paga el presupuesto!
Fasto a fasto, megalomanía paleta a megalomanía paleta, cazo a cazo, los barones y baronesas del extrarradio se pulieron lo que no cabe en una docena de biblias. No es que no quede un clavel, es que se debe hasta la última tachuela que fija en los paneles de corcho el cartel de “Vuelva usted mañana (a cobrar)”. ¿Y ahora qué? Pues, de momento, parece que se ha roto el tabú y hasta el dueto trágico-económico del Gobierno español —Guindos, Montoro; Montoro, Guindos, tanto monta— se han sacado el cinto y lo blanden contra los manirrotos caciques, en buen número, conmilitones suyos: ¿A que todavía os intervenimos, so desgraciaos?, les amenazan.
Desde este balcón del norte, somos más de siete los que nos maliciamos que no caerá esa breva. O peor aún, que si cae, se aprovechará el viaje para pegarnos la poda competencial con que llevan tres décadas soñando. Del café para todos al agua para ninguno. Los primeros hachazos serios acaban de llegar: tantarantán a la Sanidad y tarascada a la Educación por el artículo 33. Apenas el principio.